VOLVER AL MAR
Contemplar el mar al caer la tarde, sentir el rumor de las marejadas y dejarse acariciar por la brisa suave que penetra todos los poros, golpea las palmeras y trae los susurros de los enamorados; observar los rayos del sol posados sobre las olas cuando forman maravillosas sábanas de plata, que se desplazan como serpientes al acecho.
A lo lejos desfilan los veleros y las ilusiones cabalgan sobre ignotos corceles; un penacho de luna asoma en su ciclo creciente. Los árboles se mecen y caen sus viejas hojas somnolientas; los cocoteros han crecido en medio del canto repetido del piélago y sus rompientes trasnochadas lloran por las nubes que se alejan sigilosas.
Es un eterno ceremonial que se repite a diario, con sus horas y sus minutos; el mar por siempre recomenzado, diría Paul Valery. Son las crestas milenarias que mueren en una playa enterrada y buscan sus retornos y ausencias; es el pacífico despertar de las aves con sus pichones mimosos. Los años que transcurren en medio de los siglos y los viajeros cósmicos prestos a reanudar sus gestas pretéritas; los que quieren nuevas auroras y esperan altivos los ansiados abrazos de sus amadas.
El océano se extiende desde la arenisca blanquecina hasta el horizonte infinito; desde los techos hasta los cielos encendidos de arreboles con sus gaviotas legendarias. Está lleno de auras tristes, de espumas blancas que surgen de las rocas y de sueños que fenecen en las estrellas. El universo marino es calma, furia, olvido y pasión; es lejanía, dulzura y melancolía. Es silencio y bisbiseo de pasos; arena entre los dedos, viento salvaje o besos salobres. Cometas incrustados, abandonos y recuerdos. Es céfiro que lo borra todo y se lleva las utopías breves; es un festín de reencuentros. Es concierto de pies desnudos o pececillos traviesos.
El ponto es un lienzo inmenso de cuerpos adormecidos. Es una tormenta de vientos contrapuestos; un desfile de cangrejos nocturnos y de paseantes sin rumbo. Es un tejido de algas, caracoles y tiburones afanosos; de dunas, olas y gaviotas mudas. Es un pez cualquiera exánime o un atardecer inconcluso; es el azul derramado sobre un barco encallado.
Escucharlo cuando el día se aleja es un espectáculo de dioses no inventados; un banquete de navegantes inconclusos y de hombres seducidos. Un regalo que aparece de repente y sin anunciarse, que hace sonreír a las palomas veraniegas pero que también nos recuerda que somos tan frágiles como un suspiro y más magnos que un cometa apasionado en una noche decembrina.
Es un concierto de crepúsculos y de amaneceres; de planetas fugaces que culminan su recorrido de luces. Es el apacible tañido de las campanas lejanas que llama a la oración y al recogimiento. Todo está ahí, como al comienzo de los tiempos y al final de los siglos; tus besos de ayer y los de mañana, tus apretones de manos, tus ojos verdes y tus retozos.
El ocaso palidece y el astro rey se oculta, debe iluminar otros senderos y bañar transeúntes desperdigados por los asfaltos del cosmos. Esta inmensidad se despide, las gavinas continúan su danza y juegan a esconderse. Es la hora de los hechizos, de escuchar los gritos de los guerreros vencidos y de presenciar las pompas solitarias de los difuntos. Estamos listos para partir, sonreír, proferir nuestros adioses y, tal vez, para incubar retornos. Para transformarnos en caminantes raudos o en sembradores de esperanzas.
El océano clama y nos recuerda que también inicia sus habituales despedidas; nos invita a preservarlo para que cese el espectáculo de playas horadadas y humedades infectas. Este tesoro colectivo debe ser salvaguardado porque sin él está amenazada la subsistencia del hombre sobre el planeta y corren grave riesgo las fantasías y los hechizos. No lo olvidemos: ¡La indolencia exterminadora de los seres humanos puede privarnos del suave soplo de esta inmensa masa de agua con su cotidiano espectáculo de colores!.