Xi Jinping y el renacimiento de Mao
Por Julia Lovell*
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Cerca de la vieja capital imperial de Xi’an, en el centro de China, se encuentra una tumba de gran importancia política. Situada en un amplio y frondoso parque, pertenece a Xi Zhongxun, el padre del actual líder supremo de China, Xi Jinping. A la izquierda de una estatua desmesurada del fallecido sabio del Partido hay una gran placa en la que figura una frase pronunciada en 1943 por Mao Zedong: “Los intereses del Partido son lo primero”.
En cierto sentido, no hay nada de sorprendente ni contradictorio en esta forma de destacar el vínculo entre Mao y la familia Xi. El padre del actual líder fue uno de los más estrechos compañeros revolucionarios de Mao desde los años cuarenta, la década en la que se formó el Estado comunista chino. Cuando Xi Jinping llegó al poder, a finales de 2012, presidió el primer renacimiento oficial y nacional de la cultura política de la era de Mao, desde la muerte del “Gran Timonel” en 1976.
Xi, hijo, ha recuperado tradiciones como las sesiones de autocrítica, uno de los principales instrumentos de Mao para controlar las ideas a principios de los cuarenta; ha revivido términos maoístas como la línea de masas (que en teoría promueve las críticas a los funcionarios desde la base), y la rectificación (la forma de disciplinar a los miembros del Partido descarriados). Xi ha invocado las chuxin (aspiraciones originales) de los primeros dirigentes del Partido Comunista de China (PCCh), en especial Mao Zedong, como modelos de pureza y éxito político.
Xi y sus asesores han vuelto a introducir el culto a la personalidad y la hegemonía ideológica (ahora centrados en Xi en lugar de Mao). Se ha creado un aura casi religiosa en torno al líder que recuerda –aunque aún no alcanza su locura febril– a la devoción por Mao. En las recientes celebraciones oficiales para destacar que China ha erradicado oficialmente la pobreza, se alabó a Xi por ser el genio y autor de ese triunfo, a pesar de que es el resultado de aproximadamente 45 años de crecimiento económico y del duro trabajo y el talento de miles de millones de chinos.
Para apuntalar su propia legitimidad, Xi y el partido que hoy dirige presentan una imagen de Mao como un estadista y paterfamilias respetable y disciplinado, en lugar de un tirano anárquico. Pero la visión actual de Pekín sobre Mao oculta los legados desestabilizadores del maoísmo.
Incluso en la China actual, el legado de Mao es ambiguo y cambiante. Hay grandes brotes populistas de culto a Mao que siguen floreciendo más allá del control del partido. Cuando este desmanteló la seguridad laboral de los trabajadores urbanos a finales de la década de los noventa, los despedidos se manifestaron con retratos de Mao como santo patrón de los derechos de los trabajadores. Los neomaoístas chinos, enfadados por las desigualdades que han creado el libre mercado y la globalización, citan los llamamientos de Mao en los años sesenta a derrocar al Estado (“es correcto rebelarse”).
El maoísmo es, como ha sido siempre, capaz de las más desconcertantes metamorfosis: un programa de autocracia totalitaria que al mismo tiempo considera legítimo el desafío más feroz
* Catedrática de Historia y Literatura china en la Universidad de Londres, y autora de “Maoísmo, una historia global” (Ed. Debate).