Columnistas

Y LA BRUTALIDAD CONTINÚA

17 de abril de 2016

El 22 de mayo de 2014 en la autopista Medellín-Bogotá, los jóvenes Guillermo Luis y Germán Darío Bedoya Carmona, entonces de 20 y 21 años de edad, agredieron de forma bestial e inmisericorde a una menor de 16 años de edad que, para acabar de ajustar, estaba preñada del primero de ellos; ambos querían obligarla a interrumpir el embarazo y, como no accedió, la dejaron tirada en estado de inconsciencia en un despoblado y con un palo introducido en su vagina. Con posterioridad, el seis de junio de 2015, los dos fueron capturados y luego aceptaron los cargos formulados por la Fiscalía.

Ese hecho aleve volvió a ser noticia nacional esta semana a raíz de la sentencia que, en contra de los mencionados, profirió el Juzgado Segundo Penal del Circuito de Bello mediante la cual condenó, al primero de ellos como autor de una tentativa de homicidio agravado, a dieciocho años de prisión y a privación de la patria potestad durante cuatro años; y, al segundo, como cómplice, a ocho años de prisión.

Por supuesto, en un país acostumbrado a la crueldad más desenfrenada, semejante hecho aparece como uno más de los que a diario se conocen si se piensa en los horrendos crímenes de la época de la violencia que, en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, enfrentó a liberales y conservadores; en los cometidos por los paramilitares y guerrilleros, que han pretendido esconder su demencial actuar tras el manto de la delincuencia política; o, en fin, en los realizados por las bandas criminales que se enseñorean a lo largo y ancho del territorio nacional, o los realizados por los desalmados que administran las “casas de pique”.

Sin embargo, este no es un comportamiento intrascendente porque estamos enfrente a la versión paisa del empalamiento del cual fue víctima, en 2012, Rosa Elvira Cely, con la diferencia de que la víctima local sobrevivió aunque ella y su criatura quedaron marcadas para el resto de sus existencias, después de que pacientes y amorosos galenos les devolvieron la salud tras un largo y dispendioso tratamiento.

Semejante atrocidad, como es apenas obvio, llena el alma de congoja e invita a la necesaria reflexión, porque solo seres humanos en extremo degradados son capaces de obrar como lo hicieron este par de jóvenes descarriados; este es un accionar en el cual se observa una ausencia total de los valores y principios que inspiran la convivencia civilizada, para dar paso a la brutalidad, la cobardía y a los actos vesánicos.

Y es que estamos instalados en una sociedad enferma que por todas partes siembra odio, horror, venganza y dolor; una colectividad condenada al fracaso y la destrucción, en medio de una pasmosa intolerancia. El silencio cómplice de todos, la indolencia y hasta el desparpajo, se han generalizado; tanto nos hemos insensibilizado que ya nada nos conmueve y solo pensamos en defender nuestros propios intereses. Y ello, debe advertirse, es caldo de cultivo abonado para que esta clase de hechos se generalice más.

Como es obvio, para enfrentar este grave fenómeno debemos manifestarnos y hacer un alto en el camino que evite esta locura colectiva, que nos baña de terror y sangre; además, es indispensable educar a las nuevas generaciones en el respeto por los valores y, en especial, por la incolumidad del ser humano que es el primer gran pilar para construir una nueva convivencia. Pero, además, es necesario pregonar la sumisión ante el sufrimiento humano e inclinarnos como penitentes ante los más necesitados.

El compromiso, pues, es de todos, porque si no nos solidarizamos vamos a naufragar y tendremos a otras mujeres empaladas y a nuevos jóvenes criminales a quienes, si se les logra judicializar, deberá enviarse a los antros de podredumbre y perdición que son nuestras cárceles donde, es seguro, no se van a rehabilitar y, si algún día vuelven a la libertad, lo harán llenos de resentimiento.