Del Bronx y los antros urbanos
Era inevitable que las autoridades civiles y de policía, en Bogotá, intervinieran una de las llamadas “ollas” más terribles del país. Allí la gente se deshumanizaba y prostituía en grados extremos.
Las historias del sector de El Bronx, en Bogotá, están escritas sobre la destrucción del ser humano. Están envueltas en los vapores del bazuco, del alcohol barato y de los cuartuchos que alojan la prostitución. Se revuelven con el delirio diario en casas utilizadas para mantener a indigentes esclavos de la droga, e incluso de viviendas convertidas en centros de descuartizamiento. Era inevitable que ante semejantes niveles de degradación de la vida las autoridades reaccionaran. Había que ocupar aquel lugar de faenas espantosas, tétricas.
Con todo lo que arrastran las “ollas” urbanas, de nuestros conflictos sociales y problemas de salud pública, la intervención policial de choque era igualmente necesaria ante la mercadería con alucinógenos y seres humanos, el camuflaje de delincuentes y armas, las fiestas degeneradas que ya involucraban a menores de edad de todas las condiciones y los robos que se propagaban a los barrios vecinos.
Bogotá intentó contener por primera vez este tipo de fenómenos con el desalojo de la Calle del Cartucho, en 2005. Pero en menos de una década, toda aquella cofradía que involucra indigencia, drogadicción, pillaje, prostitución, microtráfico y otras especies criminales, se mudó a un área central bautizada con el nombre de un conocido distrito de Nueva York: El Bronx.
El último lustro permitió constatar que allí las estructuras criminales se sofisticaron y alcanzaron un mayor control territorial y capacidad de corrupción de algunos agentes oficiales. Ya no solo se trataba de aquel lugar deprimido y espectral que fue el Cartucho, en medio de las basuras y el reciclaje, sino que en El Bronx se engendró una versión poderosísima de mafias que poseían “discotecas”, caletas de armas, expendios de droga y redes de trata de personas en todas las escalas.
Las últimas dos semanas se descubrió, incluso, que allí acudían adolescentes en una suerte de “aventuras de rumba”, para experimentar todo tipo de ofertas hasta altas horas de la madrugada en fiestas clandestinas, con los riesgos que implicaba internarse en una zona plagada de ilegalidad y peligros.
La incursión de 2.500 efectivos de la Policía, a primeras horas del sábado pasado, permitió rastrear que allí tenían secuestrados y esclavas sexuales, además de lo que en el país se ha conocido en los últimos diez años como “casas de pique”, así como cuartos de tortura. Una faceta descarnada de nuestro realismo trágico, apenas a unas cuadras del Palacio de Nariño y del Congreso de la República.
La ocupación desató una batalla campal posterior entre escuadrones antidisturbio y decenas de habitantes de calle que se tomaron la Plaza España y otros que atacaron locales comerciales en los alrededores de El Bronx, pero que al final fueron controlados. Muchos de ellos incluso pasaron a recibir atención sicosocial y médica en centros del Distrito Capital.
Aunque por supuesto es indispensable que a la acción policiva le sobrevenga allí una brigada de tratamiento integral a los múltiples problemas sociales, de salud, marginalidad, ilegalidad y deterioro urbano, ello no debe impedir el trabajo sostenido de desmantelamiento de la estructura criminal que se había enquistado en la zona.
El Bronx y estos hallazgos perversos muestran la necesidad de que en el resto del país no se detenga la intervención en esas “ollas” en las que miles de seres humanos se degradan a niveles impensados, mientras que otros se lucran económicamente y extienden los tentáculos de un poder mafioso que no conoce límites ni dignidades.