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¿Las pinturas que se venden en la calle son obras de arte?

En aceras y parques venden originales, reproducciones de óleos, acuarelas, y afiches. Expertos en arte responden sobre su valor.

Envigadeño dedicado a la escritura de periodismo narrativo y literatura. Libros de cuentos: Al filo de la realidad y El alma de las cosas. Periodismo: Contra el viento del olvido, en coautoría con William Ospina y Rubén López; Crónicas de humo, El Arca de Noé, y Vida y milagros. Novelas: Gema, la nieve y el batracio, El fiscal Rosado, y El fiscal Rosado y la extraña muerte del actor dramático. Fábulas: Las fábulas de Alí Pato. Premio de la Sociedad Interamericana de Prensa.

24 de noviembre de 2015

“Usted me puede decir: quiero la Venus de Milo, la Mona Lisa o un Botero. Y se lo consigo”. Dice Jaime Buitrago, quien ha subsistido con la venta de cuadros, lo mismo que sus hermanos, con quienes ha tenido un puesto estacionario en Junín.

Bodegones, desnudos, paisajes, animales, religiosos, abstractos... Diversos temas están en su catálogo, un grueso fólder lleno de fotografías plastificadas de obras de arte clásico y contemporáneo, originales y reproducciones.

¿Que si las reproducciones y las copias son arte? “Sí lo son. El valor de la copia está en que por más que intente imitar a un original, no queda como el original. El copiar puede ser considerado como una reinterpretación del objeto original. Sí es arte”. Es lo que considera Mauricio Hincapié, coordinador de la Colección de Artes del Museo de la Universidad de Antioquia.

Sin embargo, Álvaro Morales, abogado y director de la Casa Museo Pedro Nel Gómez, dice que en el caso de las reproducciones, si son de obras de más de 80 años de haber sido creadas, no tienen problemas de derechos de autor. Considera que las reproducciones de las obras de Botero, por ejemplo, como no son autorizadas por el autor, podrían tocar terrenos de ilegalidad, si el autor llegara a considerar que tales piezas pueden ir en detrimento moral de su obra.

Cuando es temprano, antes de las once, Jaime Buitrago se detiene a conversar un rato con Federico Vargas, un colega suyo que atiende en su kiosco, situado en Carabobo, entre Ayacucho y Colombia.

Se sientan a charlar en el fondo de ese cubículo tapado por dos costados con pinturas, con la puerta abierta.

Si son desnudos, se los encargan a Hernán Apasa, un artista peruano, mencionan.

—También vendemos obras de los maestros Rivilla, Belarmino, Alarcón, Roca...

—De Germán Vieco. Un gran costumbrista —añade Vargas.

Un óleo de una obra de arte abstracto, indica el vendedor estacionario, cuesta unos 150.000 pesos, en el bastidor.

—Aunque eso depende del artista. Lo mismo uno de figura humana o de un caballo —explica el otro.

—Los artistas crean lo propio, ¿bien? O reproducen lo que sea en tres días, máximo. Una obra de arte de figuras más bien geométricas, es más rápido: usted la pide por la mañana y se la entregamos por la tarde.

¿Estas obras encargadas y repetitivas son arte? “No. No lo son. Esas obras están situadas en ese límite o transición entre el arte y la artesanía. No solo las reproducciones, sino también esas obras que se producen y distribuyen de manera adocenada. Cuando una persona aprende una técnica y produce cantidades de cuadros de margaritas, de caballos, de bodegones... El que aprendió a pintar una olla de barro sobre un mantel de cuadros y lo repite numerosas veces, eso no es arte. Es artesanía. Porque la artesanía no comporta creatividad, sino repetición”, afirma Martha Lucía Villafañe, directora del Museo Juan del Corral, quien considera que el aporte de esta mercancía es que contribuye a decorar las casas y otros espacios.

Vale más

“Este lienzo es del finado maestro Frank Morales”. Ante nuestros ojos aparece la pintura de un saxofonista negro y calvo con los carrillos inflados para siempre. Manchones amarillos como luces de espectáculo rodean la figura del músico—. Morales falleció hace más de un mes. Es una lástima: todo lo que hacía se vendía. Ahora, lo que haya de él por ahí disponible, vale más, porque murió. Estoy dando este por 220.000 pesos, el mero lienzo; sin enmarcar.

Jaime Buitrago cuenta que él vende también a crédito. Si vende un cuadro caro, de unos 280.000 pesos, le pagan cuotas de 20.000 por quincena, que él reclama durante sus correrías.

—Porque vender arte de contado es cada vez más escaso —dice Buitrago—. Cuando vendo mucho, vendo unos cinco o seis cuadritos por semana. Cuando la venta está mala, uno o dos por semana.

Vargas y Buitrago surten en la misma bodega: la de Wálter Bedoya, en Cúcuta con Colombia. Es un tercer piso completo dedicado a esta industria: a enmarcar y exhibir cientos de cuadros que vendedores saldrán a vender por las calles o llevarán a sus tiendas. Para ingresar a esa bodega, es preciso pasar por locales de ventas de ropa femenina, con maniquíes sin cabeza y sin brazos o con otras mutilaciones, puestos en las vitrinas. No tiene un letrero que la distinga, sino varios cuadros exhibidos en la fachada.

Los vendedores asesoran a los clientes. Los cuadros, les explican, se deben escoger según el ambiente que se quiera decorar. En la sala, muchos quieren tener un abstracto o un paisaje; para las habitaciones buscan los motivos religiosos o los desnudos, a no ser que sea la pieza de un niño, donde cuelgan cuadros de animales; en el comedor siempre se han visto los bodegones.

Tal vez el contacto con el arte provoca un estado de paz, de sosiego. Lo cierto es que la tranquilidad de estos vendedores contrasta con el ruidoso y agitado mundo que los rodea. Con los transeúntes que andan en todas las direcciones. Se diría que Federico Vargas no tiene motivos de apuro porque se queda en un punto. Pero, también, qué afán tiene Jaime Buitrago, si la ruta no se la van a mover: anda todo el día desde este sitio en el Centro hasta la Universidad de Antioquia; de ahí hasta la 30; sube otra vez al Centro y sigue hasta la Placita de Flórez con dos cuadros enmarcados en madera, uno colgando de cada hombro, sin sentir su peso.