El primer vuelo transatlántico cumple 100 años
Hace un siglo dos británicos realizaron este viaje sin escala. Los olvidaron ocho años después cuando otro piloto viajó solo.
Cuando el 14 de junio de 1919 el capitán John Alcock y el teniente Arthur Whitten Brown se lanzaban a bordo de un bimotor británico Vickers desde la isla de Terranova, el océano Atlántico ya había sido cruzado por los aires, pero nunca de una sola vez.
En mayo de 1919, tres hidroaviones estadounidenses partieron de Nueva York para cruzar el océano por etapas. Pasando por Terranova, las Azores, Portugal y al final Inglaterra, uno de los aparatos logró finalizar el periplo, recorriendo 6.000 kilómetros en tres semanas.
Alcock y Brown querían cruzar el Atlántico Norte sin parar, en su zona más estrecha: los 3.000 kilómetros que separan Terranova de Irlanda.
Tenían en su punto de mira una jugosa recompensa, propuesta por el diario británico Daily Mail, de 10.000 libras esterlinas para quien consiguiera unir el continente americano con las islas británicas en menos de tres días.
Otros dos aparatos intentaron en vano conseguir la hazaña, desde Terranova en mayo de 1919: uno tuvo que amarar en pleno océano y fue recogido por un carguero, el otro se estrelló al despegar.
Rozando los abetos
Ese 14 de junio, entre el ruido de sus dos motores Rolls-Royce, el biplano de Alcock y Brown, cargado con 4.000 litros de carburante, consiguió apenas despegar de la isla canadiense.
Los curiosos se agolparon en el límite del campo utilizado como terreno de aviación, cerca de San Juan de Terranova, y “gritaban ya el desastre cuando, en el buen momento, el capitán Alcock accionó los mandos”, relata el corresponsal del diario londinense The Times.
El Vickers logró despegar, rozando los abetos al final de la pista y se dirigió rumbo al este. Brown se acordará para siempre de ese despegue: “Varias veces me aguanté la respiración, temiendo que nuestra cabina tocara un tejado o la copa de un árbol”.
Desde una espesa niebla hasta una tormenta de nieve y escarcha, las condiciones meteorológicas fueron pésimas, sobre todo teniendo en cuenta de que se trataba de una cabina abierta.
Sabor salado de la espuma
Por la noche el avión, sacudido por las ráfagas de viento, perdió altura y casi cayó al océano. Alcock recuperó el vuelo en el último momento. “El sabor salado que sentimos después en la lengua era de la espuma –explicó el piloto–. Creo que estábamos a solo cinco o seis metros del agua”.
Luego llegó una tormenta de nieve y de granizo. El hielo casi bloqueó los mandos y los motores. Brown tuvo que hacer acrobacias para sacar con las mano las capas de escarcha.
El 15 de junio por la mañana, Irlanda empezó a dibujarse a lo lejos. El aparato aterrizó en lo que pensaban era un prado y acabó siendo una turbera. Las ruedas se hundieron y el avión frenó de forma brutal. Los dos hombres salieron sin ningún rasguño. Habían logrado la hazaña, tras más de 16 horas de vuelo.
La proeza copó las portadas de los diarios y la noticia se difundió rápidamente. El New York Times publicó el relato épico del capitán Alcock: “Nuestro viaje fue horrible. El milagro es que hayamos llegado. Apenas vimos el sol, la luna o las estrellas...”
Los dos hombres fueron aclamados como héroes en Dublín y luego en Londres, donde recibieron el premio del Daily Mail de la mano de Winston Churchill, entonces secretario de Estado para la Aviación.
Sin embargo su fama duró poco: la gesta en solitario del estadounidense Charles Lindbergh, el 20 de mayo de 1927, entre Nueva York y París, eclipsó la odisea de los dos británicos a quienes hoy se les recuerda en este aniversario.
Alcock murió en diciembre de 1919, en Normandía, Francia, a bordo de otro Vickers, y Brown falleció en 1948 de una sobredosis de barbitúricos.