ataque indiscriminado con 500 kilos de dinamita

El atentado del 6 de diciembre de 1989 tenía como objetivo al general Maza Márquez, pero mató a 60 personas e hirió a otras 500. El trasfondo del hecho se conoció 30 años después.

El hecho

Quinientos kilos de dinamita amonaquial, detonados 9 pisos más abajo, fueron apenas un estremecimiento que empujó la silla del general Miguel Maza Márquez, director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), e hizo que el suelo se cubriera de pedazos de techo y de vidrios de seguridad. Afuera de la oficina blindada, sin embargo, el panorama era distinto: eran las 7:37 de la mañana del 6 de diciembre de 1989 y en el cruce de la carrera 28 con la calle 18A de Bogotá, en el sector de Paloquemao, acababa de ocurrir el atentado con explosivos más fuerte de la historia de Colombia. 60 personas murieron y 500 estaban heridas. Afuera, los expedientes de los juzgados, cuya sede era vecina del DAS, caían como una lluvia de papel sobre la calle, donde 34 carros que pasaban por allí estaban reducidos a esqueletos llameantes y un cráter de 4 metros de profundidad por 13 de diámetro cerraba el escenario de un campo de guerra.

Unos segundos antes del estallido, el espacio del agujero gigante lo ocupaba un bus de la Empresa de Acueducto de Bogotá modelo 1986, de placas SB6765, robado una semana antes por miembros del cartel de Medellín, quienes planearon el ataque bajo órdenes de Pablo Escobar y de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias “el Mexicano”. Pero el objetivo, Maza, salió ileso de su oficina a las 7:45 y comenzó a bajar por lo que quedaba del edificio, entre escombros y cuerpos. En el trayecto, contó luego a la agencia Colprensa, encontró el cadáver de una de sus secretarias. A las 8 de la mañana, el ministro de Gobierno, Carlos Lemos, envió un mensaje por la línea directa que mantenía con el presidente, Virgilio Barco, durante su visita oficial a Japón: “Maza está vivo”. Era el segundo atentado del que el general se salvaba ese año. En mayo, 100 kilos de dinamita habían estallado al paso de su carro blindado por la carrera séptima con calle 57.

Murieron siete transeúntes. Esa vez, “Los Extraditables”, el grupo creado por Escobar para librar la guerra contra un juzgamiento en EE. UU., habían reunido frente a la sede del DAS cinco veces más explosivos, pero en lugar de matar a Maza solo multiplicaron la cantidad de víctimas. Muchas seguían bajo los escombros a las 9 de la mañana, cuando Pilar Lozano, reportera de El País de España llegó al lugar y vio la calle convertida en un purgatorio de almas en pena que murmuraban: “No quiero mirar, no quiero ver a mi familia destrozada”. Un hombre que pasaba por allí vio a los periodistas reunidos y les gritó: “Digan que odiamos a los narcotraficantes”. Ese rechazo popular fue retomado por Maza horas después, cuando dio sus declaraciones a la prensa: “Esta es una guerra contra el pueblo colombiano”, dijo.

“Hay que seguir adelante hasta despertar de esta pesadilla”. El despertar del que hablaba tradó casi 30 años y terminó quitándole su lugar en la historia. Ese 6 de diciembre nadie dudaba que Maza era el mayor enemigo del cartel de Medellín, pero eso cambió el 24 de noviembre de 2016, cuando fue condenado por la Corte Suprema de Justicia por haber colaborado -en una alianza triple entre el DAS, el narcotráfico y las Autodefensas del Magdalena Medio- con el asesinato del precandidato liberal Luis Carlos Galán, el 18 de agosto de 1989. Solo entonces quedó claro hasta qué punto aquellos que ese día recibieron la bomba, desprotegidos fuera de la oficina blindada del general, desconocían la guerra por la que morían.


Vínculos de Maza con el crimen
La Corte Suprema señala en su sentencia la relación que unía al entonces director del DAS, Miguel Maza, con Henry Pérez Durán, comandante de las Autodefensas del Magdalena Medio. De acuerdo con los testimonios recogidos en el fallo, Maza le encargaba a Pérez “trabajos sucios”, relacionados con el combate de las guerrillas en su zona de influencia. A su vez, el director del DAS colaboraba no persiguiendo a Pérez. Este servía, en la práctica, como puente entre dos enemigos: Maza y Pablo Escobar, por su relación con el cartel de Medellín.

EL HÉROE
William Ortiz González

Supo a los 10 años que todo aquello que tenía alrededor podía acabarse de repente. Que, cualquier día, mientras esperaba el desayuno, por ejemplo, los muros podían derrumbarse, los vidrios saltar de sus ventanas y el ruido de las sirenas y los gritos convertirse en el único sonido audible. Fue el 6 de diciembre de 1989. William esperaba en una cafetería a su madre, María Elena, que había ido a dos cuadras de allí a dejar su bolso en su oficina del edificio del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En algún punto entre que el plato fue puesto en la mesa y el bolso descargado en la silla, estallaron 500 kilos de dinamita. Todo cambió del lugar en el que se suponía debía estar: los objetos en los anaqueles se desprendieron, las mesas giraron sobre sí mismas, los cuerpos salieron volando y aterrizaron, vivos o muertos, en otra parte. William se levantó y recorrió las dos cuadras que lo separaban del edificio del DAS, apenas reparando en el cráter de 4 metros en el suelo, con la mirada fija en la puerta por la que, para él, salían todas las personas del mundo menos su madre. Tardó en reconocer a la mujer transfigurada por los escombros que apareció entre la multitud. Ambos se acercaron, primero en silencio y caminando, luego corriendo y a gritos, hasta estrecharse como nunca antes. ¿Qué hacer después de ese abrazo? ¿Qué pasa en el instante inmediatamente posterior al fin del mundo conocido? Ese día, William y María Elena abandonaron el escenario de guerra, tomaron un taxi y llegaron a su casa. Después, ella fue al hospital y supo que, aunque una viga recibió la onda por ella, una parte entró a sus oídos, dañando completamente uno y el 50 % del otro. El daño para William fue distinto. Lo que el atentado le quitó fue la confianza elemental en que aquello que lo rodea seguirá en pie, la tranquilidad de vivir sin estar a la espera de un estallido. Su carga, dice, es suficiente como para sumarle la del rencor. “Hace tiempo perdoné a Pablo Escobar, a Popeye”, dice. “Si lo viera, lo único que le exigiría sería que me mirara, que me viera a los ojos.