Se llamaba Pancho y era flaco como un silbido, pero lo que le faltaba en peso le sobraba en elegancia. El pelaje blanco y negro y los ojos amarillos lo hacían parecer una carta de colores sobrios. Era desobediente, curioso y juguetón, a la manera de los gatos, y no perdía la oportunidad de pasearse por la cuadra al menor descuido de sus amos adoptados.
El miércoles pasado al mediodía, cuando el sol todavía era dueño y señor del firmamento, sin sospechar del aguacero que vendría a opacarlo un rato después, Pancho caminaba entre una romería de niños que iban o venían de la escuela tomados de la mano de un adulto. De la nada, o mejor, de la vuelta de la esquina y a mil por hora, a la manera de los irresponsables, apareció una moto, “se tropezó”...