Se llamaba Augusto Restrepo Estrada. Fue y seguirá siendo uno de mis mejores amigos y también uno de los más extraños. Digo mejores porque cambió mi vida. Digo extraños porque no era un hombre común, empezando por su oficio de técnico en una empresa de la industria aeronáutica dedicada a fabricar piezas con aleaciones raras de metales, como la usada en el motor del módulo lunar de la misión Apolo XI, una de cuyas partes ―en proceso de diseño― vi en su casa con mis propios ojos.
Lo conocí hace dos años cuando, agobiado por una crisis de insomnio, me vi obligado a retirarme de mi oficio de periodista, por recomendación del médico, y me despedí de los lectores. Entonces, como un sortilegio, apareció Augusto. En esa época, yo pensaba en los lectores...