“Cuando ya soy Elda, y ya no Karina, entiendo la magnitud de lo que se hizo en la guerra”: el estremecedor relato de la exjefe guerrillera
Alias Karina fue una de las mujeres de las Farc más temidas en Antioquia, Caldas y Chocó, hoy, 17 años después de su desmovilización habla de cómo le cambió la vida. Escribió un libro sobre su vida con el investigador Gustavo Duncan.
“Volver a ser Elda” tiene todo para convertirse en una obra clave para entender el conflicto armado de las últimas tres décadas en Colombia. No habla desde el poder ni desde la teoría, sino desde la trinchera: la voz de una mujer que fue combatiente rasa y que, al contar su historia, desnuda la guerra desde adentro.
Hace veinte años el país conocía a alias Karina como la mujer más temida de las Farc, con gran influencia en Antioquia, Chocó y Caldas. Se convirtió en una figura revestida de un aura de poder, misterio y peligrosidad, una suerte de “enemigo formidable” que tenían que enfrentar las fuerzas militares.
En 2008 se desmovilizó y volvió a ser Elda Mosquera, la mujer nacida en Currulao, Turbo, hoy hace 58 años.
Uno de los investigadores más reconocidos del conflicto, Gustavo Duncan, se la encontró por casualidad en un ejercicio académico y los cinco minutos de entrevista se convirtieron en 60 horas y, luego, en dos años de edición para armar el libro Volver a ser Elda, que hoy publica Debate (Penguin Random House).
El lugar de encuentro entre los dos pareció sacado del Macondo del conflicto en Colombia: Elda compartiendo una granja con Raúl Hasbún, reconocido como el paramilitar Pedro Bonito, quienes después de haber sido los enemigos más feroces de la guerra se unieron en un proyecto productivo de reconciliación en una granja de Venecia, Antioquia.
Se juntaron entonces la extraordinaria memoria de Elda Mosquera y la solidez académica de Duncan para producir este documento fundamental.
“Lo digo en forma de broma. Mi papá fue un buen padre, pero cuando salía se quedaba en el pueblo y se tomaba el dinero. Mi mamá ponía a criar gallinas o cerdos, y decía: ‘Bueno, este pollo, si va creciendo, es para la ropa de ustedes’. Con los cerdos, decíamos: ‘Esta marranita es para la ropa de Navidad’, entonces la llamábamos Navidad. Era una manera de mi mamá de proteger esos ahorritos de las rumbitas de mi papá, porque las madres somos mucho más preocupadas por los hijos, especialmente en el campo”.
“Yo terminé quinto de primaria y quería seguir para ser enfermera, pero me fui para la finca, porque mi padre no le dio importancia a que yo siguiera estudiando. A los 12 años conocí la Juventud Comunista y estuve en ella hasta los 16, y ahí nos hablaban de todas las formas de lucha revolucionaria, especialmente de la lucha armada como la forma más elevada. Desde ahí nos fueron inculcando pertenecer a las Farc. En el año 84, durante la paz con el expresidente Belisario Betancourt, ‘los muchachos’, que era como les decíamos a los guerrilleros, comenzaron a invitarnos a eventos, reuniones, fiestas y bazares. Los veíamos bien presentados, bien organizados. En contraste con la casa, donde éramos 11 muchachos con mis dos viejos. Como mi padre se mantenía con el dinero justo para la alimentación, nos tocaba ir de madrugada al matadero para que nos regalaran patas de vaca, cabezas o sebo. Por ese motivo era muy especial cuando los guerrilleros nos invitaban, porque nos daban mucha comida: mataban vaca, cerdo, gallinas, y nos daban cosas buenas, hasta ensalada, algo que yo no recuerdo haber comido en mi casa. Yo en mi casa comía caldo de popocho azul con quijada de cabeza de vaca. Al llegar a esos sitios, uno se preguntaba por qué ellos tenían tanto”.
Su padre la despidió con la frase: “Sea buena guerrillera”. ¿Cómo fue eso?
“Esa fue una frase que me marcó durante mi vida guerrillera. Cuando le dije que iba a ingresar a las FARC, mi padre me dijo: ‘No quiero que se vaya para allá’. Yo insistí en que sí, y lo único que me dijo fue: ‘Yo no le voy a decir más que no se vaya, pero lo único que le pido es que sea buena guerrillera’. Al ver que muchas muchachas de la vereda se habían ido y que la vida allá no era dura, yo decía: ‘No, la vida allá no es dura’. Esa frase de mi papá me marcó mucho tiempo. A veces tenía en mente desobedecer y yo decía: ‘No, mi padre me dijo que fuera buena guerrillera’. Cuando me dieron responsabilidad de mando, después de 18 meses de ser guerrillera, yo no quería ser comandante, pero luego me puse a pensar: ‘Si para yo ser buena guerrillera me toca asumir la responsabilidad, lo voy a hacer’”.
En su libro dice que se aburría con los cuentos ideológicos. ¿Cuál era ese aburrimiento y cómo se transformó después?
“En mi adolescencia, a los 12 años, el tema de política no nos llamaba la atención. Lo único que queríamos era estar en nuestro ambiente de adolescentes, recochar, patear la pelota, reírnos, hacer bromas. Realmente no estábamos interesados en el tema ideológico. Yo quise ser muy buena integrante de la Juventud Comunista y me dieron la responsabilidad de hacer un curso básico político en Apartadó. Fuimos jóvenes representantes de cada célula, pero no entendíamos mucho sobre el porqué de la lucha política. Cuando llegué a las Farc, también venía con esa actitud. Yo quería ser guerrillera, pero jamás me imaginé que eso implicaba alejarse totalmente de la familia y enfrentarse a un enemigo que uno ni siquiera conocía. Tampoco sabía, por ejemplo, que me iban a sancionar o castigar, o que nos teníamos que bañar hombres y mujeres juntos. Para mí fueron cosas nuevas que empecé a vivir a los 16 años. Fue mucho tiempo después, hasta que fui asumiendo la mayoría de edad y me dieron instrucciones militares y políticas, que fui entendiendo el tema de la ideología. Además, yo me fui para la organización por muchas necesidades, y las mismas necesidades de las que nos hablaban los guerrilleros en las reuniones uno las veía. Uno veía tanto abandono del Estado, entonces uno decía: ‘Esta es la lucha’. Cuando uno le va cogiendo amor a la lucha, uno comienza a defender esos ideales que cree que son la solución”.
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Tras el asalto en Saisa, donde matan a un compañero de nombre Álvaro, usted se llenó de adrenalina y sintió una necesidad de venganza. ¿Cómo fue la transformación del deseo de pertenecer a un grupo a desarrollar una mentalidad de guerrera?
“Sí, eso es cierto. Uno al principio empieza queriendo pertenecer a algo. Después, uno va adquiriendo esa mentalidad de que sí se necesita la lucha armada para hacer transformaciones en el país. Pero luego, cuando uno ya encuentra que en los combates le toma la adrenalina y matan compañeros que uno ve como familia, como Álvaro, que era del EPL. Él y yo tuvimos un acercamiento amoroso, aunque nunca hubo nada físico porque teníamos el temor de ser fusilados si teníamos amoríos con otras guerrillas. No solo fue la muerte de Álvaro, sino de muchísimos combatientes. Fue una acción dura; según el balance, en esa toma murieron 16 guerrilleros y hubo casi 50 heridos. Para mí eso fue una derrota. Sin embargo, nuestros jefes nos inculcaron que era la victoria y que en la guerra se ponían los muertos. Cuando uno ve esas cosas, se va creando ese acto de venganza y uno se aferra más a la participación militar, queriendo vengar la muerte de sus compañeros”.
Usted menciona en el libro la sanción que le impusieron por no haber abortado. ¿Por qué en la guerrilla las obligaban a abortar?
“Yo tuve a mi hija en 1991. La orden específica fue desde la Octava Conferencia, que se celebró en el año 93, pero ya en años anteriores, incluida la época de mi embarazo, la consigna era que las guerrilleras debían abortar porque no habían ingresado a la organización para tener familia, sino para ser combatientes, mujeres defensoras de la causa. Además, en una asamblea de frente se manifestó que había muchachas que, al tener un embarazo o un hijo, querían seguir teniendo más, porque en la guerrilla las relaciones de pareja no eran estables. Ya había guerrilleras que tenían dos o tres hijos, por lo que se determinó que se sancionara. En el momento en que quedé en embarazo, yo acababa de salir de un curso nacional para comandantes. El comandante Efraín Guzmán se disgustó y dijo: ‘Yo no la mandé... a hacer un curso de maternidad. Yo la mandé, fue a hacer un curso de comandantes, por lo tanto, tiene que abortar’. Yo me negué. En ese tiempo el aborto no era obligatorio, solo si la guerrillera quería hacerlo. Le dije que no importaba si me quitaban el rango, pero que yo no iba a abortar. Aunque estuviera prohibido, lo hacíamos porque los guerrilleros y las guerrilleras queríamos experimentar ser padres o madres”.
Otro momento difícil que cuenta fue la toma a la base de Pavarandó, usted salió herida y terminó en coma. ¿Cómo sobrevivió?
“Esto fue en agosto de 1998, en una toma a la base del Ejército en Pavarandó. Salí herida por granada de mano. Cuento en mi libro que conocí dos estados, uno muy bonito y otro muy feo, que cuando conocí a Dios asemejé con el cielo y el infierno. Estuve ocho días en estado de coma. Digo que, cuando Dios lo tiene a uno para algo, todavía no he descubierto para qué, él manda ángeles. Cuando íbamos para ese combate, una niña de 15 años desarmada y sancionada me rogó para que me la llevara. Le pedimos permiso al comandante y dijo: ‘Váyase a ver si la matan’. Resulta que esa niña de 15 años fue la que me sacó. Cuando sonaron las explosiones y se cerró el fuego contra nuestro grupo, la mayor parte quedó herida, pero se salió. La única que quedó conmigo fue esa jovencita. Ella fue la que me salvó. Hubo un momento donde volví en sí, me paré, y a 20 metros caí otra vez. La onda expansiva de la granada me reventó por dentro. Perdí la visión por el ojo izquierdo y perdí el tímpano derecho, quedé sorda y tuerta. Luego me hicieron una cirugía abdominal para sacarme la sangre, porque me estaba ahogando, pero la cirugía me la hicieron después de casi siete horas. Estuve ocho días en estado de coma en el hospital guerrillero en plena selva y tuve un año de convalecencia. Los instrumentos quirúrgicos allá eran un cuchillo, una segueta para mochar un hueso. Cuando volví, fue un episodio muy bonito. Mi comandante Jacobo Arango me tenía en sus brazos. Abrí los ojos, lo miré, y él se sonrió y se alegró muchísimo. Los enfermeros dijeron: ‘Se salvó, se salvó la negra’”.
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Hoy, ¿usted cree que la lucha armada transforma?
“Mire que eso lo pienso desde hace muchos años, incluso desde antes de venirme de la organización de las Farc, y desde el episodio de las conversaciones que tuve con Iván Ríos en el año 2004. Después de 20 años en la lucha armada, él me abrió el panorama y me dijo: ‘Es que esto no es militar, esto es una lucha política’. Yo era su jefe de seguridad. Nos sentamos, hablamos y dialogamos muchísimo”.
“Yo en ese tiempo no estaba en la unidad de Iván Ríos; eso fue en marzo de 2008. Yo salí de su unidad en 2005. En 2007, en el segundo mandato del expresidente Álvaro Uribe, los operativos estaban muy arraigados sobre mí, entonces él optó por decirle al comandante Yasser que hablara conmigo y que me hiciera un refugio bajo tierra para meterme mientras pasaba todo. Yo me disgusté; le dije a Yasser que, si no servía en la organización, me diera la salida. En ese lapso, él tuvo varios jefes de seguridad: hasta llegar a Rojas. En alguna reunión en 2005, yo le dije: ‘Camarada, creo que hay que hacerle seguimiento a Rojas porque para mí Rojas es un infiltrado’”.
¿En algún momento en las FARC creyeron que había posibilidad de ganar la guerra?
“Sí. En la época del 80, creíamos que las Farc se tomaría el poder por la vía política a través de la Unión Patriótica. Luego, cuando empezaron las acciones contundentes contra el Estado en los años 96 al 99, los mandos medios y los guerrilleros rasos pensábamos que nos íbamos a tomar el poder. Cuando fue el tiempo de la zona de distensión en el Caguán, las directivas nos sembraron la idea de que de ese diálogo íbamos a quedar con dos departamentos. Luego de que se terminó la zona de distensión, el panorama volvió a ponerse maluco”.
Usted mencionó que durante el gobierno de Álvaro Uribe fue cuando sintieron más derrotadas a las FARC. ¿Su desmovilización también se debió a que sintió que ya los iban a derrotar?
“Lo he dicho: la Farc, incluyéndome, sintió realmente ese peso y nos sentíamos acorralados durante el gobierno del expresidente Uribe. En 2006, en una asamblea, se nos decía que la parte que más estaba perjudicando a la guerrilla eran las deserciones. Pasé durante 24 años por muchos presidentes, pero el único que realmente nos puso el ‘tate quieto’ fue el expresidente Uribe. Sin embargo, hay que valorar que él también abrió el espacio a los que queríamos dejar las armas”.
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¿Usted por qué se desmovilizó?
“Yo me desmovilicé por una acumulación de cosas. Creo que lo que más influyó fue entender que las FARC habían cambiado su horizonte y, además, sentí desprecio de los comandantes hacia mí. Me aburrí en las Farc”.
En el libro uno ve su transformación: de unirse a las Farc por pertenecer a algo e irse de su casa, terminó siendo una de las más feroces combatientes. Terminó legitimando la violencia e incluso usted describe como poco parecía importarle un niño incinerado. ¿Se volvió insensible al dolor de los otros?
“Antes de 2008 tenía un pensamiento, pero después mi pensamiento cambió totalmente. Ya no miro la posición que tenía cuando estaba en las Farc, porque yo creía que todo lo que allá se hacía estaba bien hecho. Siempre nos decían: ‘Acá no vamos a cumplir con nada de la legitimidad que tiene un Estado colombiano. Aquí vamos nosotros a hacer nuestras propias leyes y teníamos un estatuto por el cual nos regíamos’. Por lo tanto, uno creía que todo lo que hacía allá estaba bien hecho. Quiero decir que cuando hablo en el libro de los niños incinerados, no fue para siempre, yo reaccioné. Mi reacción no fue cuando estaba escribiendo el libro, sino desde el mismo momento de mi desmovilización, cuando me pusieron frente a las víctimas y cuando estuve en la cárcel, donde me encontré con Dios e hice tanta reflexión. Entendí que eso era algo que no se podía hacer. Valoro el sacrificio de las víctimas y la manera en que han mostrado perdón y resiliencia. Cuando hablo del pasado, hablo de Karina, pero cuando vengo al presente, cuando ya soy Elda, entiendo la magnitud de lo que se hizo en la guerra”.
¿Había mitos sobre usted, como que jugaba con las cabezas de sus contrarios?
(Toma la palabra Gustavo Duncan) “Ella, Elda, se entera de esos mitos en el propio momento de la deserción, cuando dentro de una camioneta del DAS prende la radio y se da cuenta de quién es ella para el país”.
¿Qué tipo de cosas negativas empezaron a hacer las Farc que cambiaron su mentalidad?
“Por ejemplo, cuando la muerte de los diputados, cuando separaron a Clara Rojas de su hijo. Fueron cosas que me tocaron mucho. También cuento en el libro que cuando mi hija estaba siendo perseguida, le pregunté al comandante qué hacíamos, y él me dijo: ‘Tráigala para la guerrilla’. En ese momento, entendí el dolor de madre y dije: ‘Si a mí me duele tanto, lo mismo les duele a las otras madres a las que uno les trae los hijos para la guerrilla’. Fueron muchas circunstancias las que me fueron alejando. Respecto al narcotráfico, tengo conocimiento de que hasta 1995 no había ningún sector vinculado. De hecho, en 1991 unos hombres del Limón, del Tutumo, me plantearon sembrar coca; yo lo planteé a mis comandantes y me regañaron. Cuando ingresé a las Farc, nosotros destruíamos las matas de coca y le decíamos al campesino: ‘Eso no se puede sembrar, si usted sigue sembrando eso, se va o se muere’. Eran etapas, por eso digo que en esa época las Farc eran distintas”.
Usted lleva 17 años desmovilizada. ¿Por qué decide escribir este libro? ¿Está reconciliada con esa parte de su historia?
“Escribí el libro porque quiero que la sociedad colombiana o internacional conozcan mi propia historia. Yo he contado mi historia en los juzgados, en la Fiscalía, en los estrados judiciales, y las víctimas que han estado en el proceso lo saben. Pero la necesidad real de escribir el libro es que la gente conozca mi verdadera historia y para reconciliarme conmigo misma. Por eso, el libro habla en sus últimas páginas de momentos de arrepentimiento, de que me duele demasiado lo que las víctimas padecieron. Uno solo lo viene a conocer esa realidad cuando sale de la organización, y mucho más mi persona, que estuve 10 años, 8 meses y 15 días en los centros reclusorios. Eso me conllevó a reflexionar muchísimo, y fuera de eso, me encontré con Dios, que ha sido mi aliciente para todo”.
¿Cómo fue la historia de reconciliación con Raúl Hasbún, también conocido como “Pedro Bonito”, su enemigo en la guerra?
“Es una historia muy linda de reconciliación que hubo entre Raúl y mi persona. Él era mi enemigo número uno dentro de la organización; él pertenecía a las Autodefensas y yo a las Farc. Es bonito ese reencuentro, ese arrepentimiento de él, ese perdón por mi parte, y el terminar en una reconciliación que anhelo que Colombia también tenga”.
Según cuenta en su libro, Hasbún se enteró de que usted era una líder guerrillera dura y por eso secuestró a su hija, que tenía 5 años, para forzarla a unirse a las Autodefensas...
“La historia es que en 1997 había muchas deserciones de guerrilleros hacia las Autodefensas. Dos mandos medios del Quinto Frente de las FARC se juntaron con ‘Pedro Bonito’ para ver cómo atraían más combatientes y mandos medios. La historia que cuenta Hasbún es que los mandos medios propusieron que uno de esos mandos fuera Karina, por mi combatividad y por ser mujer, pues posiblemente esto haría la deserción más atractiva. Una de las estrategias fue secuestrar a mi hija, a ella y a la señora que la estaba criando. Me mandaron una razón para que les llegara, diciendo que mi hija estaba retenida. Resulta que en ese tiempo yo no estaba en el Urabá, estaba en una comisión. La razón le llegó al comandante del frente, Jacobo Arango, y él no me la mandó; no tuve conocimiento del episodio en el momento, solo cuando regresé al Urabá, cuando se decía que mi hija estaba desaparecida y ya la daban por muerta. Pero resulta que mi hija, en su inocencia de niña, comenzó a decirle al comandante paramilitar ‘papá’, y esto hizo que cuando dieran la orden de asesinarla a ella y a la señora que la estaba criando, el paramilitar organizara el plan para que ellas huyeran y que pareciera que se les habían volado del sitio. Así fue como se salvó”.
Usted ha compartido la granja con Raúl Hasbún. ¿Cómo fue ese paso más allá en la reconciliación?
“Para mí, Raúl se había convertido en el enemigo número uno en la organización, por sucesos como el desplazamiento de mi familia, la muerte de mis hermanos y el secuestro de mi hija. Yo tenía a diario esa sed de venganza. Cuando me desmovilicé, empecé a trabajar en eso y a pedirle mucho a Dios, pues al conocer a Dios, conocí el amor al prójimo y el perdón. Cuando me encontré con Raúl en los estrados judiciales hablamos del tema y él también confesó ese hecho. Hubo un acto de reconciliación y un acto de arrepentimiento por parte de Raúl. Pienso que cuando esas cosas se dan, tanto el victimario como la víctima se liberan, y es donde realmente uno encuentra la paz. Después de ese acto, acordamos que al salir de la cárcel nos iríamos a organizar un proyecto en una finca con un grupo de excombatientes de Farc y excombatientes de AUC. Nos fuimos a esa finca y hemos tenido la ayuda de algunas instituciones, especialmente del Sena. Le agradezco a la señora Lina Moreno de Uribe, quien nos ayudó a crear ese puente con el Sena para que nos acompañaran en proyectos productivos”.
¿Qué pasó con ese proyecto agrícola y a qué se dedica ahora?
“El proyecto de la granja no funcionó. El Sena se preocupó mucho y nos enseñó todo el trabajo de campo. Sembramos plátano, pero se nos moría porque la tierra no era apta; sembramos yuca, y las hormigas arrieras se las comían. Queríamos hacer una granja orgánica, sin químicos, y no daba. Luego desistimos. Yo también tuve pollos y gallinas, pero tampoco funcionó mucho. Luego, de ver que no podíamos trabajar en el campo, vino lo de la confección. Yo aprendí con el Sena sobre el manejo de máquinas; ya sabía un poquito, pero el Sena me acabó de enseñar. Hoy en día vivo de la confección. Le trabajo a algunas empresas de Medellín de manera satélite. La experiencia me ha enseñado que tenemos que conseguirnos el trabajo con el sudor de la frente, como dice la palabra de Dios. No me da duro, al contrario, me complace saber que estas manos que un día empuñaron un fusil para destruir, hoy las estoy utilizando para construir, aunque sea, ropa. Mis pies, que anduvieron tanto por el camino del mal, hoy los uso para guiar una máquina de coser. Lo económico lo ganó con la confección. Lo otro es que me alegra mucho es que en el pasado reunía a los jóvenes para llevarlos a la guerra y ahora una asociación llamada ACA me dio la oportunidad de reunirme con ellos para prevenirlos del conflicto y de la ilegalidad”.
¿Cuántos años tenía al salir de la cárcel?
“Creo que tenía 40 años cuando me desmovilicé. Pasé casi 11 años en la cárcel. Salí a los 51 años”.