Expertos cuestionaron si bombardear los campamentos enemigos sigue dando resultados tras operativo en Guaviare
La situación fue analizada luego de que siete menores murieran en el reciente y polémico bombardeo en Guaviare, donde alias Pescado y Jimmy Martínez, quienes son los que reclutan menores, quedaron vivos.
La reciente confirmación sobre la muerte de menores de edad en operaciones militares abrió una discusión urgente en el país, que va más allá de la legalidad para centrarse en sí, la estrategia de los ataques aéreos mantiene su eficacia real.
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Todo esto en medio de un conflicto que se transformó radicalmente frente a la guerra de posiciones, que se libró hace dos décadas contra las antiguas guerrillas, según un reciente análisis presentado por la Fundación Ideas para la Paz (FIP).
El centro de pensamiento explicó recientemente que la utilidad estratégica de los bombardeos se consolidó en una época muy diferente de la confrontación armada colombiana, por lo que plantearon si a día de hoy siguen funcionando igual.
Durante los tiempos de mayor auge de las Farc, las Fuerzas Militares utilizaron la superioridad aérea para golpear grandes campamentos que eran estables y visibles.
Operaciones históricas como Fénix, Sodoma y Odiseo lograron dar de baja a jefes rebeldes como “Raúl Reyes” o el “Mono Jojoy”, porque la guerrilla funcionaba con una jerarquía clara y concentraba grandes cantidades de tropa en puntos específicos de la selva.
El análisis detalló que en ese contexto la lógica militar consistió en atacar esos centros de gravedad de una insurgencia que tenía un mando unificado. Sin embargo, el panorama actual cambió de manera drástica y hoy el Estado se enfrenta a múltiples actores armados que operan de forma fragmentada y flexible.
Grupos como las disidencias, el ELN o el Clan del Golfo ya no funcionan como grandes ejércitos estacionados, sino que adoptaron un modelo en red, donde las fronteras entre la insurgencia política y el crimen organizado se desdibujaron.
Blancos difíciles y riesgos para los civiles: ¿siguen funcionando los bombardeos?
El análisis señaló que las estructuras criminales de hoy se adaptaron para sobrevivir a la fuerza aérea. Estos grupos rotan frecuentemente a su personal, operan en unidades pequeñas y móviles y muchas veces no utilizan uniformes ni distintivos.
Lo más complejo de esta nueva realidad es que estos actores armados se insertan con facilidad en la población civil y habitan en zonas rurales y urbanas mezcladas con las comunidades, lo que hace casi imposible identificar un blanco militar grande y despejado como ocurría en el pasado.
Esta dispersión y mimetismo aumentaron el riesgo de afectar a civiles durante un ataque aéreo. La Fundación advirtió que al no existir campamentos aislados, la posibilidad de que en el lugar haya niños, niñas y adolescentes víctimas de reclutamiento forzado es mucho mayor.
El documento subrayó que aunque tácticamente un bombardeo puede neutralizar a un cabecilla el costo estratégico es muy alto si mueren menores de edad, pues esto desgasta la legitimidad del Estado y paradójicamente incentiva a los grupos ilegales a seguir reclutando jóvenes para usarlos como escudos humanos y evitar así los ataques.
Los expertos plantearon que la superioridad aérea se diseñó para un enemigo que buscaba disputar el territorio abiertamente, pero los grupos actuales tienen otros objetivos como cohabitar con el Estado para controlar las rentas ilegales y la vida cotidiana de la gente.
Por esta razón surgió la duda sobre si lanzar bombas sigue siendo la respuesta adecuada o si se requiere un viraje en la forma de combatir.
La entidad concluyó que no se trata necesariamente de renunciar a la fuerza, sino de revisar la estrategia de seguridad que implementaron los últimos gobiernos.
El análisis sugirió que en lugar de priorizar el golpe militar desde el aire, la fuerza pública podría obtener mejores resultados si profundiza en una inteligencia más eficaz y sostenida.
También recomendó fortalecer la presencia territorial integral, perseguir las finanzas criminales y avanzar en procesos de judicialización serios que permitan desmantelar estas redes sin causar daños colaterales que alejen a la población de la confianza en las instituciones.
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