Entre la greda y la viña: un viaje por las tradiciones de Santiago de Chile
Desde los rascacielos que delinean su horizonte hasta los talleres de greda en Pomaire y las viñas centenarias del Maipo, recorrer esta ciudad es adentrarse en la historia, los sabores y los oficios que moldean la identidad chilena.
Periodista de la Universidad de Antioquia. He trabajado como fact-checker en La Silla Vacía y ahora hago parte de la sección de Tendencias de El Colombiano.
Aunque uno viva entre montañas, es inevitable llegar a Santiago de Chile y no sorprenderse con la majestuosa cordillera de los Andes. Esa cadena montañosa de picos blancos sirve de telón para la que es hoy en día una de las mejores ciudades para vivir de Latinoamérica, según varios listados como el Global Liavility Index de The Economist, gracias a su economía, su educación y, principalmente, a su innovadora infraestructura.
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La modernidad se hace evidente al caminar por sus calles y ver los parques, los rascacielos –el Sky Costanera, el segundo edificio más alto de la región con 62 pisos y 300 metros de altura– y los barrios, cada pequeño detalle hace sentir a los casi dos millones de turistas que llegan anualmente que Santiago es innovadora. Pero aunque esta faceta de la ciudad pueda encantar a muchos, hay quien también recorre la capital chilena con el objetivo de aprender de la cultura y las tradiciones. De hecho, hay experiencias turísticas diseñadas con este objetivo, y también con el propósito de navegar en 484 años de historia.
Tierra de alfareros
Si uno quiere ir a Pomaire, pueblo que hace parte de la Región Metropolitana de Santiago, lo que debe hacer es tomar un bus que tarda casi una hora y veinte minutos en llegar al centro alfarero del país. La ruta, de poco más de 60 kilómetros, tiene sorpresas, al igual que el destino: el asfalto se convierte en campo, los carros en tractores y el aluminio en greda, el material que ha caracterizado las piezas elaboradas por los artesanos locales.
Antes de llegar a Pomaire, que recibe a sus visitantes con un aviso de su nombre escrito en esta arcilla arenosa –cada letra lleva impresa la palma de algunos de los artesanos locales, haciendo las veces de firma, porque ¿qué mejor sello tiene un artista que sus manos, el génesis de su obra?–, no pasa desapercibida una caseta de madera ubicada a la orilla de la carretera. Desde lejos se distingue que protege cientos de objetos que, a la distancia, parecen punticos de colores. Peluches, rosas, juguetes y camándulas reposan ahí y, a medida que uno se acerca, van tomando sentido, no de objeto banal o decorativo, sino de tótem, de pieza usada para alabar algo que va más allá de lo terrenal. Esas ofrendas son para Astrid, que falleció en ese mismo lugar en un accidente de moto en 1998, y a la tradición de hacer altares donde alguien murió de manera repentina o trágica se le conoce como animitas. Cada juguete, flor o mensaje sirve para pedir un favor, agradecer un milagro o simplemente recordar a quien ya no está.
Las animitas son una expresión del tributo a la muerte, pero en la cultura chilena también existen creencias relacionadas con otros misterios de la vida, como la suerte y la fortuna. En Pomaire son varios los mitos que hacen parte de su historia y que se perciben desde el momento en que uno llega al pueblo. A la entrada, una de las primeras cosas que el turista encuentra es una iglesia que, en realidad, no lo es: es solo la reproducción de la fachada de un templo, acompañada por un Cristo que, según cuentan, fue elevado ahí por petición de los pomairinos. Hace muchos años –no se sabe con certeza cuántos– comenzaron a alertarse por la desaparición de algunos habitantes, la cual se atribuía al diablo. Por eso, el cura de entonces mandó a fijar allí a Jesús crucificado, para ahuyentar al maligno responsable de las desapariciones.
Después de este Cristo todopoderoso y protector, sigue una hilera de locales que, con la puerta abierta, exhiben las rojizas creaciones de los artesanos locales. El origen de la tradición alfarera se remonta a antes de la llegada de los españoles, que arribaron a costas chilenas en 1536, y se ha mantenido vigente gracias a que el oficio se transmite de generación en generación. Así lo explica Pablo Muñoz Malhue, quien aprendió a trabajar la greda de su padre y que ahora realiza ollas, pocillos y jarrones para vender, al tiempo que hace demostraciones al ritmo de cumbiones y éxitos pop para que el visitante conozca cómo funciona el torno casero de madera, la máquina con la que se da forma a la arcilla.
En las cazuelas que tanto Pablo como los artesanos de su pueblo moldean con sus manos, a pocos pasos de sus talleres, se sirven los platos típicos de la cocina chilena: pastel de choclo, empanadas, pebre –la salsa por excelencia de Chile– y sopaipillas, una especie de pan frito hecho con harina de trigo. Además de la comida –la de Pomaire tiene fama entre los mismos chilenos por respetar al pie de la letra las recetas tradicionales–, también destacan las piezas decorativas. Una de las más curiosas es el chancho –cerdo, marrano, puerco–, que en las paredes de su panza de greda esconde un mito: se dice que una vez, en un criadero del pueblo, nació un chancho de tres patas, el cual no fue sacrificado, sino conservado por la familia campesina y convertido en mascota.
Después de su nacimiento, se cuenta que el animal trajo suerte y fortuna a sus dueños, por lo que la figura del chancho de tres patas se convirtió en sinónimo de abundancia. Eso sí: quien desee recibir tan anhelados bienes debe recibir la figura como regalo; bajo ningún pretexto codicioso debe comprarla para sí mismo.
Un dato curioso: en Pomaire está la alcancía de cerdo en greda más grande del mundo, con 1,60 metros de alto por 3 metros de largo.
La cepa chilena
A una hora del pueblo alfarero está la Viña Undurraga, una de las más antiguas de Chile y la segunda exportadora de vino más grande del país. Fundada en 1885 por la familia Undurraga, chilena y de origen español, en 2025 esta insignia del vino nacional está celebrando 140 años de historia. Esta compañía tiene más de 1.700 hectáreas cultivadas en diferentes zonas del país: en la ubicada en Maipo, que es la que está cerca de Pomaire, hay 40, donde se producen distintas variedades como malbec, syrah y merlot.
Para recorrer los cultivos, la bodega y los jardines de Undurraga, de lunes a domingo hay recorridos guiados por empleados del viñedo que, paso tras paso, van relatando algunos de los datos más relevantes a la hora de producir vino como que al ser más antigua la vid, menos uvas da, pero de mayor calidad; que los sistemas de riego gota a gota permiten tener un fruto de mejor calidad, con mayor azúcar –que es lo mismo que mayor alcohol– y más compuestos aromáticos –se cree que en una copa pueden llegar a identificarse más de 40 aromas–, y que al inicio y al final de la cosecha se colocan rosas en el viñedo para detectar pestes.
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Allá mismo, y en bares y restaurantes de Santiago, puede uno probar el Carménère, la cepa chilena por excelencia. Fue en la década de los noventa que en Chile se percataron de la presencia de esta vid, que originalmente es francesa y que se pensaba extinta desde el siglo XIX a causa de la plaga de filoxera. Hace más de treinta años, el ampelógrafo francés Jean Michel Boursiquot –el experto en el estudio de las vides– descubrió que lo que se creía que era merlot en realidad era la variedad que se creía perdida desde hace más de cien años. El hallazgo se hizo en Viña Carmen, que fue la primera en producir Carménère, el cual tiene a Chile como su mayor productor a nivel mundial.
Pero además de esta bebida, Chile guarda tradiciones, sabores, historias y destinos que buscan conectar con aquellos que quieren descubrir la esencia de este destino sudamericano.
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