Desempeño
Se pelea en el campo deportivo, en las tribunas, en las federaciones o por decisiones arbitrales. Hay discusiones menos visibles, pero no por ello menos importantes. Esta semana la periodista del New York Times Vanessa Friedman escribió un artículo sobre el vestuario deportivo; tomo libremente sus impresiones para construir esta columna.
El deporte es quizás el último territorio en el que se discuten los códigos de vestuario. Durante años se ha dicho a los atletas que están para ser vistos y no escuchados, esta situación contribuyó en parte a los abusos sexuales que se han descubierto recientemente y que hacen que el debate sobre el vestuario resulte pertinente. Movimientos como #MeToo han logrado también que la igualdad y la inclusión cobren relevancia, las redes sociales han permitido, además, que los atletas creen sus propios grupos de seguidores y poder. Sus voces resuenan.
En 1919, Suzanne Lenglen fue acusada de indecente en Wimbledon por usar una falda que dejaba ver sus pantorrillas. 30 años después, Gertrude Moran jugó con un vestido que le llegaba a la mitad del muslo, para algunos introdujo “el pecado y la vulgaridad en el tenis”. Con apenas 12 años, Billie Jean King fue sacada de una foto grupal de su club de tenis porque llevaba pantaloneta y no falda corta. En 2018, Serena Williams causó polémica al usar un enterizo en el Abierto de Francia.
Al iniciar este siglo, las jugadoras de la liga de fútbol femenino abogaron por un tratamiento igualitario. Blatter, expresidente de la FIFA, sugirió que jugaran en pantalonetas más ajustadas y pequeñas para “crear una estética más femenina”. Su frase insinuaba, más bien, que la única forma de lograr que la gente pagara para verlas era “exhibiendo” sus cuerpos.
Las gimnastas alemanas que participaron en Tokio luchaban contra la sexualización de su deporte, para hacerlo lucieron un uniforme que cubría sus piernas y parte de sus brazos. No clasificaron, pero alentaron un viejo debate.
Parece ser que desde que las mujeres entraron en los deportes de competencia, ha habido intentos por controlar su vestuario: para que luzcan más o menos femeninas, para ocultar su cuerpo porque podría resultar demasiado seductor, para resaltarlo con el fin de animar a los hombres a pagar por verlo o para restarle importancia a la idea de poder y promover ciertos estereotipos femeninos.
Es evidente que los deportes se basan en el aspecto físico, pero resulta ingenuo pensar que cuando un atleta hombre o mujer está compitiendo, esté pensando en seducir a los espectadores a través de su cuerpo, ellos solo están pensando en ganar.
El Comité Olímpico Internacional autoriza que los comités nacionales impongan sus propias reglas con respecto al vestuario; aclara, eso sí, que el resultado “no debe ser indecoroso”. Esa palabra resulta etérea cuando se trata del cuerpo de las mujeres y cambia de una cultura a otra y de una religión a otra. No se trata de provocar, sino del desempeño y la sicología. No se trata del espectador, sino del atleta, y se trata también de elegir y pertenecer a un equipo.
Los estilos y el vestuario “evolucionan cuando las costumbres sociales cambian.” La conversación sigue abierta