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El silencio no puede explicarse sin que se rompa

Quería ser silencio yo también y a pesar de que la luz amenazaba con extinguirse y me esperaba un regreso difícil, me senté a meditar un rato con los ojos abiertos. Fue uno de los momentos más sublimes de mi vida.

29 de septiembre de 2022

Juro que nunca en mi vida había caminado tanto como la vez que subí a aquella montaña. “Allá —me dijo el griego—, la montaña está por allá” y ese allá parecía lejano e inalcanzable, aun así empecé a andar. Era la única montaña de Anafi. En la cima quedaba un monasterio al cual era tan difícil llegar que cuando les llevaban comida a los tres monjes que solían habitarlo, siempre se despeñaba un burro en el intento. Apenas perdieron al último burro de la isla, los monjes tuvieron que proseguir con su voto de silencio en otra parte y el monasterio quedó abandonado. La montaña era pedregosa, puro cascajo suelto que por cada paso avanzado me resbalaba dos. Treparla resultó un desafío para el que no estaba preparada. A ambos tenis se les despegó la suela y a cada minuto tenía que detenerme a sacar las piedritas que lograban colarse dentro de ellos. Terminé insolada porque, como buena isla griega, carecía de suficientes árboles y los pocos que había crecieron de lado a causa de los fuertes vientos. Eran árboles de formas raras y poco follaje que a duras penas daban sombra. Debí rendirme de solo pensar que los quince kilómetros de ida eran los mismos del regreso. Bien lo dijo Thoreau: “La mitad del camino es desandar lo andado”. Ese día caminaría más de treinta kilómetros. Debí rendirme apenas se despegó la primera suela de mi zapato, se me acabó el agua y caí en la trampa en la que caemos los seres del trópico, para quienes anochece y amanece a la misma hora.

Cuando coroné la cima estuve de pie y con la boca abierta por algunos minutos. Los rayos de sol se filtraban transversalmente por entre algún hueco de las nubes. No me atrevía ni a parpadear para no perderme ni un segundo de ese paisaje en el cual era imposible desentrañar dónde terminaba el cielo y dónde empezaba el mar. Azul sobre azul. Una vez superado el impacto producido por el paisaje percibí algo inusual en el ambiente y me tomó un rato largo darme cuenta de lo que era: jamás había estado en un lugar tan absolutamente callado. Estuve allí cerca de una hora, en la que no me atreví a hablar porque cualquier sonido, por pequeño que fuera, parecía profanar aquel pacto silencioso no escrito en ninguna parte. Caminé solo lo necesario, despacio, muy despacio para que mis pasos no hicieran ningún ruido al chocar contra el suelo. Me recuerdo, incluso, haciendo esfuerzos para que mi respiración no sonara. Quería ser silencio yo también y a pesar de que la luz amenazaba con extinguirse y me esperaba un regreso difícil, me senté a meditar un rato con los ojos abiertos. Fue uno de los momentos más sublimes de mi vida.

A menudo, cuando me preguntan por qué busco de manera tan obsesiva el silencio, siempre me quedo callada. El silencio no puede explicarse sin que se rompa. Sé que nunca, mientras esté viva, volveré a percibirlo con tanta intensidad como aquel día, en aquella montaña, en aquella isla, en aquel momento