Columnistas

La dama de oro

15 de agosto de 2015

Toda ausencia duele, a muchos ausentes se les extraña, de miles desconocemos su suerte, borrar su nombre y llamarla simplemente La dama de oro fue una tentativa por borrar su existencia, pero su familia se negó a ello y fue su sobrina, María Altmann (1916 –2011), la que restituyó su nombre a la obra de arte y le demostró al mundo que luchar por la memoria y los bienes de los idos es posible, pero sobre todo necesario.

El nombre de la dama de oro era Adele BlochBauer (1881-1925), hija de banquero judío y esposa de industrial azucarero, se hizo mujer en la Viena de principios del siglo XX, donde fue la anfitriona de un afamado salón, al que asistían entre otros los músicos Gustav Mahler y Richard Strauss y los escritores Stephan Zweig y Jakob Wesserman, pero fue Gustav Klimt, el pintor que inició en Austria la pintura moderna, quien la inmortalizó en dos retratos y supuestamente en una alegoría a Judith. El más famoso de ellos, que se tardó cuatro años en realizar, es el que hoy, después del pleito judicial de su sobrina, se exhibe en la Neue Galerie de Manhattan, en esa pintura Adele es representada de manera realista, la obra, fuertemente influenciada por la pintura bizantina, retrata a la modelo sentada, que luce un espléndido vestido dorado y parece flotar en medio de múltiples elementos decorativos y simbólicos del mismo color; según algunos, pintor y modelo fueron amantes.

Durante la segunda guerra mundial, los nazis se apropiaron ilegalmente de más de cien mil pinturas, el retrato de Adele junto a otras obras de Klimt que pertenecían a los Bloch– Bauer formó parte de esa usurpación. A finales del siglo XX, su sobrina María, que había emigrado a Estados Unidos para escapar del holocausto, se hizo acompañar de un joven e inexperto abogado, nieto del compositor Arnold Schoemberg, para litigar contra Austria y recuperar lo que le había sido robado; con él y el apoyo de un periodista vienés, emprendió la batalla por la restitución de las obras que pertenecieron a su familia y que se exhibían permanentemente en el Palacio Belvedere en Viena.

La pintura, que llegó a considerarse como el símil de la Mona Lisa para Austria, regresó finalmente a manos de su sobrina, que la vendió a uno de los herederos de Estée Lauder en 135 millones de dólares, con ese dinero ella hizo filantropía. La lucha desigual de la heredera contra un país, sentó un precedente histórico, que como metáfora de nuestra propia realidad, demuestra la importancia que para una sociedad tiene enfrentar sus fantasmas, redimir históricamente la memoria de las víctimas, pero sobre todo valoriza la importancia del recuerdo, porque reparar y restituir, pero sobre todo respetar, es honrar la vida.