Lo eterno, una lectura en voz alta
Ha dejado un gran vacío la muerte de Aura López. En el ámbito cultural de Medellín, pero sobre todo en el corazón de quienes tuvimos el privilegio de tratarla y de deleitarnos con su encantadora voz de lectora de textos literarios.
Si con el morir se apaga la voz, no pasará así con la de Aurita. Para ella la eternidad, me atrevería a decir, va a ser una continuada lectura en voz alta. No puede ser otra la vida más allá de la muerte para quien, cuando leía, eternizaba en su melodiosa y dulce voz los cuentos, poemas y libros que nacían, o resucitaban, en sus labios. Leer es, siempre, volver a parir, o resucitar, lo que alguien escribió.
Como otros muchos, yo conocí a Aurita en la Librería Aguirre. Allí también, de la mano o, mejor, del corazón de Aura intimé con Alberto Aguirre, entre libros y charlas que eran un gozo y eran siempre inquietud y acicate intelectual y humano.
Aurita fue, esencialmente, una librera, cuyo apostolado asumió siempre con alegría y contagioso amor por los libros. Fue pionera de la llamada promoción de la lectura que, a mi modo de ver, tuvo para ella un claro objetivo: antojar a leer. Eso hacía cuando leía en voz alta para niños y para adultos, cuando nos ayudaba a conseguir un libro que buscábamos o nos recomendaba otro: antojarnos. Que la vida es eso: antojo, pasión. Irrefrenable pasión; irrefrenable antojo. Y eso es la vocación. Y lo es la cultura, el arte, la literatura, la poesía. Todo, hasta la misma muerte, es pasión, es antojo.
Fue la gran lección de Aura López, de Aurita. Que sin posar nunca de maestra, fue una maestra. Y tenía a flor de alma lo que hace a una maestra: el instinto maternal. Uno se sentía a su lado como un hijo. Irradiaba un halo de amor maternal que envolvía a quien conversaba con ella o la oía leer. Y era madre, porque siempre fue, por encima de todo, mujer.
Hoy, que se discute tanto y tan torpemente de la llamada identidad de género -cualquier cosa que pueda significar la expresión-, la existencia de Aurita fue y seguirá siendo ejemplo, emblema, del valor de la mujer en sí misma. Por el simple y contundente hecho de ser mujer.
Siento a Aura López frente a mí, sonreída, con esa mirada suya que no tenía que traducir en palabras para enrostrar lo que pensaba. Veo en sus ojos un reproche de ternura por haber escrito lo anterior, que no ha querido ser una de esas notas necrológicas que a ella, estoy seguro, le hubieran incomodado.
Mejor es, en el silencio de su ausente presencia, oírla leer en voz alta el cuento, poema, novela o tesis teológica que es la eternidad. Que es Dios, libro abierto, o como dijo otra gran lectora del siglo XVI, Teresa de Ávila, es el “libro verdadero”, un “libro vivo”.