Monseñor Nicolás Gaviria
Desde las mocedades solíamos escuchar, allá en Santa Fe de Antioquia, el nombre del padre Nicolás Gaviria Pérez. Acababa de ordenarse en el Seminario de la antigua capital. Se referían a él como un ser excepcional, dotado de grandes cualidades humanas, intelectuales y morales. No se había contaminado, ni como seminarista ni luego como sacerdote, de la feroz lucha partidista que en aquellas épocas aciagas de sectarismo pringó al clero antioqueño, dada la rivalidad de dos obispos sectarios con diócesis vecinas.
El padre Gaviria se mantuvo alejado de esas pugnas escandalosas que se colaron hasta en las sacristías. Permaneció aferrado a sus convicciones evangélicas de auténtico pastor de todo su rebaño. No tenía marca distinta a la de la fe cristiana. Se liberó de toda influencia que pudo haber tenido sus recuerdos de Cañasgordas, un pueblo vecino, escenario de violencias en tiempos demenciales –hoy remanso de paz– en que las controversias partidistas no se dirimían a través de las urnas, sino de las balas.
Tal vez este difícil y convulsionado ambiente en que se levantó monseñor Gaviria, le sirvió para ser un fiel discípulo de su Maestro. Comprender el ser humano y así dar testimonio como desinteresado servidor de su grey. De amasar un sacerdocio de tolerancia, respetuoso de las ideas ajenas –así fueran antípodas a las suyas– curado de perverso fanatismo religioso y de todo apasionamiento político. Atraía con su palabra y su consejo, que respaldaba con el ejemplo. De vida austera, de figura ascética –como lo reflejaba su mismo porte, alto, delgado– perfil de un quijote proclamando justicia y desfaciendo entuertos. Consecuente con lo que predicaba y ejercitaba. No había dicotomía en su pensamiento. Por ello irradiaba confianza y convencía aun hasta a los más refractarios en admitir y practicar creencias religiosas.
Fue elevado al monseñorato. Pero se le quedó debiendo el obispado. Lo merecía por múltiples razones: inteligencia, prudencia, preparación y hasta presencia. En su testa habría lucido la mitra episcopal por lo que lleva y almacena en su sesera. Pero hay decisiones del Vaticano que dejan un sabor amargo, por controvertidas.
Cuando recibió, hace menos de un año, de manos del gobernador Luis Pérez la Gran Cruz de Antioquia –qué bien lucía sobre su pecho– leyó un discurso sin tropiezos prosódicos y con una sindéresis digna de cualquier académico de historia o de la lengua. Así era de docto.
Desde el lunes hace falta monseñor. Superó la cima de los 95 años. Y murió como vivió, en paz con Dios y con los hombres. Fue una muerte rápida, como la de los justos. Hizo tanto bien que no merecía morir en forma diferente. Desde ayer, enterrado en la cripta de la Catedral Basílica de Santa Fe de Antioquia, sigue iluminando con su obra, con su ejemplo, con sus recuerdos. Fue un gran sacerdote. Fue un indiscutible referente de la arquidiócesis de la vieja capital. Y para los escépticos, un consuelo, un consejero y un ejemplo de vida. De una vida luchada, trabajada y labrada con una conciencia limpia y una labor sin tregua y sin dobleces.