Columnistas

“Nazco cada día, muero cada noche...”

06 de junio de 2020

Además de ayudar a redescubrir la casa, como decíamos en la columna de hace ocho días, la cuarentena puede propiciar otros reencuentros. Como el del amanecer. De pronto descubre uno, acorralado por la pandemia y acosado por los desencantos de una cotidianidad que es derrumbamiento y catástrofe, que todos esos fantasmas pueden conjurarse respirando los aromas del alba y abriendo los ojos y el alma a las luces y los sonidos del amanecer.

Estar metido ahí, con el cuerpo y el espíritu, piel a piel con la aurora, es volver a nacer. Que, sea dicho de paso, es la única forma que tiene uno para comprobar que no está muerto. Bella la naturaleza que al despuntar el día revive los temblores de la creación primigenia. Casi se sienten, tibias todavía, la manos del Creador.

Sentir el amanecer. Se recupera gozosamente el resto de vida que quedó del día anterior y que, a falta de otros consuelos, desgonzó su fatiga sobre la almohada y refugió entre las cobijas su deshilachada soledad. Reconforta la presencia de esas criaturas de la aurora, limpias e inocentes. Se reconcilia uno con la vida. Porque el amanecer es el descubrimiento del paisaje de siempre. Renacimiento, resurrección del paisaje vibrante de la naturaleza que uno se empecina en asesinar a diario con la turbia mirada de la desesperanza.

El amanecer, la aurora, la luz que despunta “en par de los levantes de la aurora”, que susurraba San Juan de la Cruz. Apenas un instante (“el instante es la eternidad”, decía Goethe). Una bella liturgia para solitarios. Alivio de caminantes. Tal vez un mendrugo de felicidad que el cosmos, amoroso, nos entrega. Y allí, en el fondo de los trinos, de los aromas, de los aires delgados y los resplandores nacientes, un Dios presentido. O un Dios encontrado.

Concluyo con esta frase de santa Edith Stein: “Nazco cada día, muero cada noche, lo que está en mis planes está en los planes de Dios”. Edith Stein: la judía alemana que fue atea, se convirtió al catolicismo, se hizo monja carmelita y murió en Auschwitz en 1942. Mártir del Holocausto, fue la primera mujer alemana en doctorarse en Filosofía y se desempeñó como asistente de Husserl en la cátedra de Fenomenología. Aguerrida defensora de la mujer escribió, entre otros libros, “Ser finito, ser eterno” y “La ciencia de la cruz”. La canonizó Juan Pablo II en 1998 y la declaró copatrona de Europa.

Contemplo su rostro en esta fotografía a punto de subir al tren de la muerte que la llevaría junto con su hermana desde Holanda a los hornos de gas de Auschwitz. Su mirar dulce y sufriente es un himno. El triunfo de la vida sobre la muerte. De la luz sobre la oscuridad.