Redescubrir la casa
Somos un pueblo extrovertido, que vive de puertas para fuera, eterno fugitivo de la intimidad familiar. Por lo que sea. Porque el trabajo sacrifica el sentido hogareño; por la cultura machista que propicia la cotidiana evasión del padre y el implacable encarcelamiento de la mujer a las labores domésticas; por el desarraigo familiar que hace que los hijos tengan la casa como un simple punto de referencia del que mejor es estar ausentes. En fin, la casa como prisión, como hotel o como simple dormitorio.
La anterior afirmación no quiere tener un valor moralista o de fría acotación sociológica o sicológica. Quiere ser un punto de apoyo reflexivo para invitar al lector a un desprevenido ejercicio de intimidad en tiempos de pandemia.
Para que haya un mínimo de la imposible felicidad que buscamos en la existencia, hay que empezar por amar el lugar donde vivimos, ese que llamamos casa y que no tiene sinónimos. La casa es la casa.
Respire calmadamente y déjese penetrar por el aire de ternura que llena el espacio hogareño. Esa ternura que se pega a las paredes o que se echa en los rincones como un perro fiel. Ternura por todas partes, enredada en las cobijas, en el recuerdo de los ausentes, en los dolores y tragedias que siguen ahí, persistentes. La ternura de los gozos, de las alegrías, de los amores que luchan por no marchitarse.
Todo en la casa es ternura. La casa es, ella misma, ternura. No la ternura como sentimiento enfermizo, sino como vitalidad presente, pujante. No la endeble, aunque bella, ternura de las postales desteñidas, de las fotos amarillentas, sino la ternura de los rostros vivos.
Tal vez para muchos esta vivencia de hogar, de familia reunida, deje en el alma el sabor salobre de los desencantos. De pronto, por la fuerza de un virus que nos amenaza nos damos cuenta de que es lánguida y endeble la estructura que nos mantiene como familia. Que mantiene a la familia. Es como cuando niños nos llevaban a ver la casona de pueblo o la añosa finca de los abuelos y descubríamos que allí ya no vivía nadie, que las tapias se estaban desmoronando. Y detrás del corazón un canción susurrada: “Ya no vive nadie en ella...”.
Aislamiento. Encerramiento. Esta es mi casa. Y está viva. Aquí amo y aquí lloro. Aquí como, aquí duermo. Y aquí leo, aquí grito, aquí río y aquí canto. Y aquí he de morir, seguramente.
P.D. Píldora para los desamores, para las desilusiones, hasta para curar la violencia familiar: “Donde no hay amor, siembra amor y cosecharás amor” (San Juan de la Cruz)