Columnistas

Un fajador

01 de noviembre de 2017

Vida intensa fue la de Fabio Echeverri. La respiró a plenitud. Tuvo responsabilidades desde su juventud que asumió sin vacilaciones. Batallador infatigable por sus ideas. Fajador sin titubeos por sus principios. Un talante altivo que no daba tregua en la polémica. Carecía de términos medios. No perteneció a los contingentes de aquellas almas medianeras, equidistantes, que por no definir posiciones quedan flotando en el limbo.

Con Fabio Echeverri comenzamos en los años sesenta del siglo pasado un diálogo que se prolongó hasta su muerte. Hace tres semanas conversamos en su finca de Subachoque. Rememoramos pasajes comunes, amigos recíprocos, anécdotas compartidas, audaces aventuras. Evocamos la fundación y desenvolvimiento del grupo Tema Libre, que por espacio de 35 años ocupó las páginas editoriales de El Colombiano. Fue un grupo que fuera de expresarse con libertad sobre asuntos nacionales, en civilizada controversia, estrechó lazos de confraternidad, de amistad.

Disfrutaba de la música. Muchas veces compartimos ese gusto en el viejo estadero Los Recuerdos, en donde bambucos, pasillos, tangos y boleros removían su emotividad y lo obligaban a abandonar su dureza roqueña. Fabio, en noches nostálgicas, dejó colgado en las cuerdas de algún tiple, rasgado por manos ajenas, recuerdos de juventud. Alguna vez de aquel grato lugar, partimos hacia Santa Fe de Antioquia con un grupo de camaradas a darle una serenata a nuestro viejo que cumplía sus 80 años de vida. Ese era el otro Fabio, el ser descomplicado, que gozaba de la música, de las tertulias y se solarizaba con los sentimientos de sus amigos.

Con un carácter indomable se le enfrentó al presidente López Michelsen, a quien había ayudado a elegir en 1974. No se turbó para decirle, en un sesudo estudio sobre las reformas laborales que proyectaba el padre del Mandato Claro –que fue tan turbio–, que de aprobarse esas leyes, el país caería “bajo el imperio de la ilegalidad”. López montó en cólera. Intentó tumbarlo de la Andi. Fabio lo enfrentó. La Junta Nacional lo respaldó. Eran los últimos días de gremios corajudos, independientes, no constituidos en apéndices del Ejecutivo.

Como no tenía vocación de subalterno, no aceptó ministerios en los gobiernos de Turbay Ayala y Belisario Betancur. Ser gregario, por encopetado que fuera el cargo, no era su debilidad.

Su frase de que “la economía va bien pero el país mal”, es imborrable. Hoy, nos decía en nuestro último diálogo, ambos están deteriorados. Lo confirman las cifras, las encuestas, lo repiten hasta los columnistas más proclives a las invitaciones palaciegas.

Lo que pensaba lo decía, sin retén alguno que obstaculizara su sinceridad. A veces brusco en sus reacciones pero sin faltarle al respeto a su contertulio o contradictor. Repudiaba las medias tintas. A los presidentes de la República que cruzaron por sus 17 años en la Andi, les hablaba con claridad, sin lambonería.

Con Fabio se cierra una época del hombre de temple, de carácter, de arrolladora personalidad, de altiva independencia. De él se podría decir lo mismo que expresó el poeta Cote Lamus ante otro personaje igualmente singular: “Nunca tuvo cicatrices en la espalda porque con él la cosa era de frente”.