Una mitra desubicada
No hay nada que cause más curiosidad que un tremendista vestido de sotana. Y más cuando la sotana no es negra sino morada y en la cabeza luce mitra que lo distingue de aquellos abnegados sacerdotes que en las más lejanas y olvidadas parroquias luchan a brazo partido para velar por el derecho a la vida de sus comunidades más vulnerables, en su misión de auténticos intérpretes del Evangelio.
Hace muchas décadas los arzobispos tenían gran influencia en el mundo de la política colombiana. Desde Bogotá, los arzobispos Bernardo Herrera y luego Ismael Perdomo ponían y quitaban candidatos conservadores para colocarles la banda presidencial. Buena parte de los mandatarios de la hegemonía conservadora del primer tercio del siglo XX se apoyaron en el báculo del respectivo monseñor. Y el mismo báculo, al agitarse sin rumbo alguno, propicio la división conservadora que expulsó en 1930 al conservatismo del poder.
Después de aquel protagonismo, algunos mitrados intervinieron abiertamente en las contiendas políticas. No es sino mirar el vecindario para recordar en Santa Rosas de Osos un monseñor con mitra azul, que con encendidas pastorales condenaba al fuego eterno a los liberales. Al mismo tiempo, en Santa Fe de Antioquia, otro monseñor con mitra roja, anatemizaba a los conservadores que censuraban su larvado protagonismo político. Estas pugnas, que fueron replicadas en algunas diócesis colombianas, soliviantaron más los pugilatos entre rojos y azules. La ardorosa lucha de los báculos no daba tregua para implantar la sensatez ni la civilidad en las controversias bipartidistas.
Con la influencia del Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Bueno, Juan XXIII, la Iglesia se fue despolitizando. A medida que el país urbano crecía y el país rural se encogía, ese poder sectario se fue diluyendo. Empezó a darse cuenta de que su misión evangelizadora se divorciaba de luchas politiqueras. Se convencía de que su apostolado no había sido trazado por la mano apasionada del hombre, sino por la de aquel personaje irrepetible que partió en dos la historia de la humanidad.
Mas como no podía faltar la excepción a lo que se va imponiendo como norma general de comportamiento, saltó a la arena el arzobispo de Cali. Agitó el báculo como dedo índice para acusar al gobierno de Iván Duque de cometer una “venganza genocida” para destruir el proceso de paz habanero. Se apartó de sus pares, que se vieron obligados a desautorizarlo en la Conferencia Episcopal Colombiana. Más de 80 mitrados declararon que esa afirmación tan calenturienta, “no refleja el punto de vista oficial del episcopado”. Pronunciamiento que coincide con la descalificación que ya había expresado el Nuncio papal en Colombia.
Por eso opinamos que dada la insensatez y desproporcionalidad del agravio, así como la desautorización del Nuncio y de la Conferencia Episcopal, es innecesario que un grupo de personas irritadas quieran acudir a la Corte Penal Internacional para acusar allí al arzobispo. Esa sindicación del mitrado, por lo extrema e irracional, se va muriendo sola... .