Columnistas

Vestido

09 de junio de 2018

Esta es una época eminentemente visual, la selfie domina, nos miramos obsesivamente en nuestro propio reflejo estático o en movimiento (que resulta ser apenas un simulacro de lo que somos); ese entorno nos ha hecho más sensibles a los mensajes políticos que comunica el vestido, aunque no necesariamente conscientes de ellos; de vehículo promocional de marcas y diseñadores poco a poco algunos han transformado el traje en cartel; el vestido (o la desnudez que también es una suerte de hábito) son el vehículo que muchos de los que buscan audiencias eligen.

Pep Guardiola lucía hace poco una cinta amarilla como muestra de solidaridad con los independentistas catalanes, Kim Jong luce siempre trajes inspirados en los que llevaba el líder comunista Mao Tse Tung, una forma evidente de negar la tradición corporativa de occidente. En enero de este año miles de mujeres en Estados Unidos llevaban en las manifestaciones callejeras, gorros rosados tejidos a mano como protesta visual contra la costumbre del presidente Trump de manosearlas sin consentimiento, algunos criticaron el uso del rosa, asociado a lo femenino y la sensibilidad, y no a la fortaleza que el movimiento buscaba reivindicar; el mismo mes cientos de asistentes vestidas de negro ingresaron por la alfombra roja a la noche de los premios Globo de Oro, se convirtieron así en testimonio gráfico y manifiesto solidario contra Harvey Weinstein, el depredador sexual que a cambio de cama, prometía fama, películas y premios; el color y el traje actuaron como símbolos potentes de silenciosa empatía frente al acoso sufrido por cientos de ellas.

Hace apenas una semana bajo el numeral #byebyebikini el concurso de Miss America declaró que ya no realizaría más su prueba de calificación de las candidatas en traje de baño, la prenda se convirtió, de repente, en símbolo y estigma, la directora del hasta hoy concurso, declaró que “a partir de 2019 será una competencia, no solo un concurso ...ya no juzgaremos a nuestras candidatas solamente por su apariencia física”.

En nuestro país, los zapatos Ferragamo de Petro se convirtieron en objeto ofensivo para el “establecimiento”, esa es la evidencia de que izquierda y marcas de lujo son incompatibles para algunos; como dice Sandra Borda en su columna en la revista Arcadia “El problema es uno de clase, no de ideología ...Petro no viene de la clase social de este país que nació con un derecho adquirido a comprarse esos zapatos. ¿¡Cómo se atreve!?... Que nadie se llame a engaños: el ascenso social aquí tiene techo de cristal. Y bien grueso. El club está cerrado y le pusieron candado a la puerta. Aquí se nace siendo miembro de la clase dirigente y punto”.

En tiempos de homogeneización, se agradece lo no igual (como dice alguno), pues la lectura de esos códigos y signos, permite descifrar y descubrir posturas, identidades, posiciones e ideologías, el traje es una fuerte herramienta política, que trasciende la apariencia.

La industria de la moda, aparentemente frívola, engloba, además, discusiones pertinentes para el futuro: creatividad, originalidad, sostenibilidad, velocidad o ética, son temas urgentes, ahí están el vestido y la industria para señalarlos.