... y cosecharás alegría
No se trata de enfundarnos una armadura de guerrero para luchar a brazo partido contra la realidad, sino de abrir un resquicio mínimo a la serenidad.
Hay días en que todo parece conjurarse contra la alegría. Y al llegar la noche cae sobre el lecho, como un fardo, no solo el cuerpo cansado, agotado, derrumbado por la tristeza, sino la experiencia de un día acribillado por las malas noticias, por los miedos, por las incertidumbres. Uno se acuesta a sabiendas de que no es suficiente el sueño para apaciguar esa zozobra. El amanecer, más que el renacer de un nuevo día va a ser un muro ante el cual se estrellan las ganas de vivir y se esfuma la alegría.
Tal vez sea eso que llaman depresión y que usted, desolado amigo, se resiste a aceptar. Es como un airecito frío, ventarrón a ratos, que golpea las ventanas y que se arrastra por las calles asechando en cada esquina. Al menor descuido se le menta a uno en el carro como un perro furioso. Y esa presencia amenazante termina tronchando los diálogos, enfriando las caricias, distanciando los cuerpos y las almas. De pronto todo se vuelve mustio, triste, gris. Se pierden las ganas de vivir.
Eso es depresión, le dicen a uno, con una sonrisita entre compasiva y cómplice. Y sin embargo, aún es posible la alegría. Es más, solo queda la alegría como tabla de salvación en medio del naufragio. Para aferrarnos a ella y salir del ahogamiento.
No se trata de enfundarnos una armadura de guerrero para luchar a brazo partido contra la realidad. O de hacer piruetas de payasos ridículos para disimular los golpes de la existencia con risotadas insulsas, sino de abrir un resquicio mínimo a la serenidad. Una serenidad que brota de los seres que nos rodean, de las cosas que conforman nuestro entorno, de los mil milagros inesperados que, como mariposas leves, vuelan a nuestros pies a cada paso que damos por la existencia.
Esa es la verdadera alegría, la que cura. No la alegría de las carcajadas ni la de las evasiones que, a la larga producen más angustia, ni la de los estruendos y los ruidos, sino la alegría de saber mirarlo todo con ternura, aun aquello que nos hiere. Sobre todo, la alegría de saber amar, con más ternura aún, a aquellos que nos aman.
Porque, téngalo presente, lector apesadumbrado, siempre habrá un paisaje donde apaciguar las asperezas del camino. Siempre habrá unos ojos donde serenar las propias miradas agobiadas. Siempre habrá un rostro que nos regale comprensión y acogida. No faltará nunca al borde del precipicio una mano que nos salve. La mano de la persona amada, la de un amigo, la del más inesperado transeúnte. La mano, tal vez, de Dios mismo.
No es cuestión siquiera de pedir ayuda. Es ser capaz de dejarse ayudar. Que es, valga decirlo, la mejor fórmula contra la depresión. De eso se trata: dejarse ayudar.
Sí, aún es posible la alegría. Ahí está detrás del corazón. Si la dejamos que brote, sin egoísmo ni estridencias, algún día descubriremos que la única tristeza es no dar alegría a los demás.
Decía san Juan de la Cruz, el gran poeta místico carmelita: “Donde no hay amor, siembra amor y cosecharás amor”. Cambiemos la palabra amor por alegría, que en el fondo son sinónimos, y tenemos un pequeño tratado para conjurar las pesadillas de la soledad y la tristeza. Y también un remedio eficaz para tratar la depresión.