x
language COL arrow_drop_down
Generación — Edición El Cambio
Cerrar
Generación

Revista Generación

Edición
EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Ilustración de Juan Camilo Ospina
    Ilustración de Juan Camilo Ospina

Cuento: Ojos rasgados color miel

Yennifer Uribe Alzate / Cineasta e investigadora con interés en experiencias de vida cotidiana desde una perspectiva estética. | Publicado

Elizabeth tiene dieciocho años, y su hijo tiene dos. Se llama David Mosquera, como el primo que mataron cuando ella tenía quince. David, el primo, tenía veinte y le había quitado la virginidad diez días antes del ajuste de cuentas en el que le metieron cinco tiros mientras se fumaba un bareto en la terraza de la casa de la abuela. Eliza lo quería y su mamá lo sabía, pero se hacía la boba, él tenía mujer y un hijo de un año. -Eso es un gustico infantil y pasajero, como el que a todas nos da en algún momento por un primo, a mí también me pasó-, se decía Marta y se lo decía a su marido, quien había ocupado el rol de hombre de la casa cuando Marta dejó al papá de Eliza por bebedor.

El hijo de rana, Rinrín renacuajo salió esta mañana muy tieso y muy majo con pantalón corto, corbata a la moda sombrero encintado y chupa de boda. - ¡Muchacho, no salgas! - le grita mamá, pero él hace un gesto y orondo se va. Eliza se rio cuando leyó el inicio de la fábula de Pombo en la sección infantil de la biblioteca pública donde alfabetizaba, se dijo a sí misma: -Yo soy rinrín renacuajo, hasta tengo piernas de rana-. Esa tarde David la recogió a la salida de la biblioteca. Estaba en noveno y era una buena estudiante, su papá era químico y si no fuera por el trago, hubiera llegado a científico, de él había heredado el gusto por la lectura, aunque la verdad estaba empezando a cogerle pereza, prefería dedicar horas y horas a alizar su crespa cabellera para luego salir con sus amigas a pistiar a David y sus amigos en la cancha. Usaba su yomper de cuadros azules. Caminó hasta la tienda donde compraba cigarrillos y ahí estaba él esperándola. Él ya había comprado medio paquete de Boston Light. Ninguno de los dos dijo nada, él le entregó el casco y caminó hacia la moto, ella lo siguió y se montó después de él. Se puso el casco. David la miró por el retrovisor y le mató el ojo. En un semáforo en rojo puso su mano sobre la rodilla de ella y la deslizó por su delgado muslo. Eliza se estremeció, se supo inundada, emparamada por dentro, en su centro. Se aferró a David y lo abrazó tan fuerte que él volteó a mirarla por encima del hombro.

La casa del Pecoso, un parcero de David que disponía su morada como el nidito de amor de sus amigos, era un apartaestudio sacado de la división de la casa de sus padres, como se mantenía en vueltas raras decidieron aislarlo, pero sin mandarlo lejos, para su madre era importante verlo todos los días y que al menos comiera los fríjoles con chicharrón y el sancocho trifásico que ella hacía viernes y domingo respectivamente. Ese apartaestudio tenía ya fama de motel, le decían el punto cero. No había riesgo de que pillaran a Eliza, pues el punto cero quedaba en un barrio aledaño, pero no tan cerca al de su familia. David había llevado a varias pollitas, y ahora era el turno de la prima, la flaquita rica, la morenita sabrosa hija de su padrino. Le gustaba su culo pequeño y respingado, esas piernas largas, atléticas y esos pechos diminutos que apenas se insinuaban en la blusa fuera cual fuera la que se pusiera, por eso Eliza no se esmeraba por mostrar nunca su escote como sí por alardear de su cinturita delineada y su abdomen plano, casi con cuadritos medio marcados, fruto no del ejercicio sino de su genética. David le llevaba ganas y sabía que ella se moría por él, la ecuación era sencilla.

Lo primero que hizo Eliza cuando llegó al punto cero fue poner música y quitarse el yomper para quedarse con el ciclista de licra que le forraba sus estrechas caderas, eran casi cacheteros en realidad. Puso reguetón, la primera canción que sonó era esa que dice: no te desesperes que esta noche yo te robaré, yo sé qué tu quiere, tu tranquila que te lo daré. Ella la tarareaba, se la sabía; un día se hizo un video bailándosela a David, pero no se lo mandó, tuvo miedo de que se filtrara y terminara en el celular de quien sabe quién o que la mujer de él lo viera o su tía, o su tío, o su hermana o incluso la abuela. David nunca lo vio, pero ahora ella lo tenía al frente y podría bailársela completica sin pudor ni temor.

David prendió un cigarrillo y le pasó uno a ella, se quedó mirándola de arriba abajo, casi saboreándola, le sonrío, sus ojos lascivos la encendieron, y eso bastó para que la humedad llenara su ropa interior. No fumaron, se besaron.

Él en el fondo la quería de verdad y sabía que Eliza no se había acostado con nadie, no quería hacerle el daño o metérselo por metérselo o simplemente para jactarse con sus amigos de haberse robado a la primita, tampoco por tener el orgullo de haber sido el primero, aunque bueno, esto sí era importante para él. Sabía que la marcaría, ella al cabo de un tiempo podría estar con el que quisiera, muchos o pocos, él había sido el primero y estaba convencido de que las mujeres nunca olvidaban ese momento. Quería que fuera un buen recuerdo y por eso se esmeró, la trató con delicadeza, muchos besos, caricias suaves en su entrepierna tierna, jugosa y virgen. El éxtasis era total, despacio, casi en un paso a paso David la penetró, fue cuidadoso. Decir que entró como si nada es negar que ella sintió una leve molestia, un ardorcito raro. Solo hubo un rastro mínimo de sangre que delató la primera vez. A Eliza le gustó y quiso explorar un poco más. Luego de compartir la única cerveza que había en la nevera del Pecoso lo volvieron a hacer, pero como ya esta vez contaba como la segunda, David la embistió con ímpetu, en cuatro. Eliza cerró los ojos, los apretó con fuerza, ahora sí dolió y mucho, pero duró poco. Él acabó y se tumbó a su lado, ella se dejó caer en la cama boca abajo y giró su rostro para ver a David casi muerto, Eliza sonrió. Estaba satisfecha, a partir de ese momento asoció por siempre el placer con el dolor.

II

Los cinco tiros sonaron como una ráfaga. La abuela estaba viendo la novela de las ocho, escuchó una moto acelerar y subió corriendo a la terraza, lo vio ahí, ensangrentado, vuelto nada. Se acercó, no gritó, pero lo intentó cargar para ponerlo sobre sus piernas, estaba caliente y ella lo estrechó con ahínco a su cuerpo, la abuela se llenó de sangre, parecía baleada también. No pretendía revivirlo, no había nada qué hacer, sabía que ya se había ido.

Cuando la noticia llegó a la casa de Eliza, media hora después, por cuenta de su padre, ella no dijo ni una sola palabra. Se armó un alboroto entre sus hermanas y Marta en medio del llanto y los gritos de todas, abrazó a Eliza, quien estaba atónita, tanto que ni lloró y tampoco habló con nadie, no quiso ir a verlo, ni al velorio, ni al entierro, ni a las novenas. Lo recordó casi muerto a su lado, en la cama del punto cero. Si tenía que hacerse una imagen de su muerte quería que fuera esa, sangre también había, la tenue pinta que dejó ella con la primera penetración.

III

Cuando Eliza empezó a salir con Richard, un moreno acuerpado, no muy alto pero que aparentaba más de los diecisiete que tenía, ya habían pasado seis meses de la muerte de David. A Richard le gustó la manera como Eliza bailaba reguetón y cómo fumaba, lento, disfrutando cada calada. Se cruzaron en el asado de una vecina de Eliza un viernes siete de diciembre, día de las velitas. Ya la había visto antes por ahí en el barrio, la veía de uniforme, en ciclista con ombliguera, en pijama, con el pelo crespo y también recién planchado, pero como más le gustaba era cuando se ponía jeans apretados y sandalias; últimamente se había puesto más buena, como si las caderas le hubieran crecido un poquito; aunque seguía siendo flaca, parecía haber embarnecido, las piernas se veían más firmes y sus senos se notaban un poco más. Eliza también lo había visto antes, claro, pero no le gustaba, era muy morenito para su gusto; a ella le gustaban un poquito más claritos, no blancos leche, pero sí menos negritos que ella. Pensaba que, si llegaba a tener un hijo con un negro, su hijo sacaría la sumatoria del color de las dos pieles y podría salirle entonces más negrito aún, su madre le decía que era mejor tirar a blanquear la familia. David era solo un tris menos trigueño que ella, pero nunca hubiera querido tener un hijo suyo, eso hubiera sido un infierno fijo por todo lado. Eso sí lo tenía claro.

La noche de las velitas, Richard se fijó en Eliza sin disimulo, la miró de frente mucho rato, tanto que ella, en medio de la altanería que había adoptado con la muerte de su primo, lo vio mirándola y le levantó la cabeza en son de reclamo, como queriéndole decir: - ¿qué? ¿se le perdió una igual? - Richard, que era osado, no apartó la vista y se le fue directo. -Usted es una niña muy linda-, le dijo, Eliza vio esos ojos rasgados grandes color miel cerquita, hipnotizaban. Sonrío complacida por el piropo y tiró la colilla del cigarrillo, no la aplastó. Le cogió la mano a Richard, lo llevó a la zona de perreo en la sala de la casa y empezó a bailar como la diosa de ébano que era, conocía su cuerpo, sabía cómo moverlo y se apropiaba de ello para encantar como lo hacía con Richard. Bailaron como cuatro canciones seguidas, pero en la tercera hicieron una pausa, comenzaron a besarse sin parar y se fueron para el oscuro, allí, en la intimidad del rincón bailaron la cuarta canción más como una bluyineada de pie.

Esa noche amanecieron juntos rumbeando, Marta no objetó porque al fin y al cabo el asado era en la cuadra, había licencia decembrina y ella con sus hermanas y su marido también estaba enfiestada. La cosa es que Richard y Eliza se empezaron a frecuentar con constancia, él la esperaba a la salida del colegio y se iban a moteliar, lo hicieron de todas las maneras posibles, de arriba abajo, de lado, de frente, de espaldas, trabados, borrachos, en todas las posiciones. Estaban gomosos, ella experimentaba y gozaba, él también. La relación con Richard era seria para ella, no sabía si estaba enamorada, pero al menos sí encoñada, pasaban bueno, se reían, le gustaba, lo del color de piel no le importaba, pues tampoco es que pensara que con él iba a envejecer. Para él la cosa era menos seria, pero, aunque con Eliza pasaba la mayor parte del tiempo, no era la única, eso ella no lo sabía. Marta nunca lo quiso, renegaba de él porque no estudiaba, porque trabajaba en una bodega de jeans del hueco por días, porque le llegaban rumores de enredos con otras peladas y porque era casi negro. Entonces esos encuentros eran más bien clandestinos, aunque todo el mundo sabía que andaban para arriba y para abajo.

Un viernes 18 de julio se encontraría con Richard en el Parque del Periodista a las seis de la tarde, fumarían un poco y se irían a moteliar, como siempre. Cuando vio la prueba de embarazo positiva, hizo las cuentas del retraso y supo que había sido ese día. Estaban muy ganosos y no compraron condones, él lo sacó para venirse afuera y eso le dio tranquilidad para no tomarse la pastilla del día después que ya varias veces se había tomado. Tenía dos meses. Se guardó el secreto dos días en los que no se vieron ni se hablaron, él estaba empezando a perderse, a faltoniar. En un impulso fue hasta la casa de Richard, tenía rabia porque llevaba dos días sin contestar llamadas ni responder los mensajes del WhatsApp. Cuando tocó el timbre abrió el papá de Richard y la hizo pasar, en ocho meses era la primera vez que veía de frente ese señor. - Ya sé a quién le sacó los ojos-, pensó. Richard estaba acostado en la cama sin camisa viendo televisión. Sacó excusas tontas sobre su ausencia y le dijo que se quería relajar un rato con la vuelta, que estaban muy intensos y él no quería apegarse a nadie. Eliza pensó que ese no era el momento para soltarle lo del embarazo, reflexionó después, pero se lo dijo creyendo que así ya no querría alejarse. El efecto de su intención surtió al revés. Richard lo negó, dijo que no era posible, que ella era brincona y que seguramente él no era el único con quien lo hacía, que no le fuera a meter el muchachito de otro. Con la altanería con que la que lo miró el día de las velitas, dio media vuelta y se fue, le dolió y mucho, pero qué iba a hacer, ¿rogar? Pues no. Lloró todo el camino de ida a casa. El aborto se le pasó por la cabeza, pero fue solo un pensamiento pasajero. Cuando su primo murió se prometió a sí misma que su primer hijo, fuera de quien fuera, se llamaría como él. Por alguna razón que no entendía sentía la necesidad de contarle a su madre y lo hizo. Ya su hermana mayor era madre soltera y una prima y la ahijada de su madre también, Marta era quien cuidaba a los niños mientras ellas trabajaban. - Es una lástima que sea del tal Richard, pero ni se le ocurra abortar, hágase cargo, yo le ayudo, pero póngase a trabajar-, le dijo Marta. Eliza terminó décimo, pero no se matriculó a once. Aprendió a arreglar uñas y empezó a hacer manicures y pedicures a las vecinas y a las conocidas de las vecinas.

IV

Todo el mundo sabía que ese bebé era de Richard, pero él se borró del mapa, nunca llamó ni la buscó, hasta dos años después de haber nacido David para citarla en el Parque del Periodista y confirmarle a su nueva novia que ese niño del que todo el mundo hablaba no era hijo de él. David tenía los ojos rasgados grandes color miel que contrastaban con su piel negra como la de Richard. Eliza llegó a la cita con su niño, pensaba que había llegado el momento en que por fin David conociera a su padre. La nueva novia los miró a los dos, confirmó lo que quería saber con sus propios ojos.

x

Revista Generación

© 2024. Revista Generación. Todos los Derechos Reservados.
Diseñado por EL COLOMBIANO