Empezando la década del 2000, de viernes a viernes, varios amigos nos reuníamos en el Parque de El Poblado. Supongo que a los veinte años la literatura es para casi todos los jóvenes esa cosa que imita a la vida (a medida que pasan los años, empiezo a sentir que es la vida la que imita a la literatura), así que mi recuerdo de esa época es la de muchachos que leían para constatar que su vida era digna de ser contada.
De todo lo que leíamos por esos días, hubo un libro que nos ocupó especialmente en el muro del parque. Sin remedio, de Antonio Caballero, se conseguía en librerías de viejo, en la edición de aquella colección de literatura colombiana que hizo Oveja Negra en las épocas doradas del García Márquez inversionista en proyectos editoriales. La novela la había traído Simón Ospina, que ya sabía que quería ser escritor, equitador y torero, y habló de esa lectura con el mismo entusiasmo con el que había hablado de los cuentos de Ribeyro (una fotocopia de “Sólo para fumadores” había trasegado de mano en mano, cada vez más borrosa, en hojas que debieron haberse evaporado en algún pasillo de la facultad).
Con Sin remedio sentimos que algo de aquella glamurosa decadencia de la novela se insinuaba en la sordidez de lo que nos ocurría. La historia de Ignacio Escobar, un poeta atrapado en la imposibilidad de escribir un poema, tenía tanto ron, marihuana y sexo como había a nuestro alrededor, pero era su fantástico humor, su elegante forma de burlarse de todos, lo que más nos gustaba. El “modo de vivir poético” de Escobar (para parafrasear a Luis Miguel Rivas y su “modo de vivir vicioso”) tenía que ver con la libertad de ver todo y a todos con sorna, incluidos a nosotros mismos. La agitación política de los setenta, la caricatura en la que se había convertido el poder eclesiástico, la crisis de lo que llamaban la moral burguesa eran elementos que un joven de inicios de siglo leía con admiración y nostalgia. En una época en la que ninguna revolución parecía justificada (la liberación sexual ya estaba consumada, las reivindicaciones guerrilleras habían quedado en evidencia como lo que en realidad eran y el otro activismo criminal de los mafiosos era una cosa que debían abordar los políticos, no nosotros, que ya habíamos sobrevivido a la matazón de la década pasada), Sin remedio era una especie de registro inesperado de lo que explicaba el estado de cosas en nuestra generación, y era también una novela completa, redonda, con la mejor prosa de una época, una que tal vez había pasado inadvertida en la literatura colombiana y que precedía a la del sorprendente catálogo que instauró Gabriel Iriarte en la segunda mitad de los noventa (Jorge Franco, Mario Mendoza, Santiago Gamboa, Enrique Serrano, Héctor Abad, Ricardo Silva, Carolina Sanín, Juan Esteban Constaín son algunos de los nombres que surgieron en esa oleada posterior... sí, además de Sanín, no recuerdo a una mujer diferente a Laura Restrepo, que creo que no fue cosecha de Iriarte).
Así que cuando supimos que Caballero estaría en la Universidad de Antioquia no dudamos en ir. El gran auditorio estaba a reventar y un rumor constante como de estática nos levantaba del piso. Cuando apareció en el escenario, la multitud rompió en un aplauso. El autor de Sin remedio parecía que iba a estallar, reía con una mueca forzada, con la cabeza gacha y el cuerpo que se inflaba, tan lívido e incómodo de timidez que parecía a punto de escapar. Una mujer subió al escenario y lo besó, y pensé en ese momento que su fuga sería inevitable. Caballero aguantó hasta que el público hizo silencio y empezó a hablar con voz muy queda. La atención que desde las graderías se concentraba en la figura del escritor parecía tener forma, peso, materia. De cuando en cuando, algún tonto gritaba una arenga que deshacía el hechizo, pero el magma volvía a reunirse, ardiente y esponjoso, en un vapor de silencio. Había cierta obscenidad en la actitud del público, como la que hay en los conciertos, y creo no mentir si digo que la atmósfera era ciertamente erótica.
No llevaba mucho tiempo de conferencia cuando irrumpieron en el escenario tres encapuchados con una bandera rojinegra. “Patria o muerte” iban diciendo, y Caballero habló fuerte por primera vez. “¡Quítense la capucha!”, les gritó, otra vez cárdeno e inflado desde su silla. “¡Por qué tienen que venir encapuchados!”, pero los guerrilleros lo ignoraron. Por aquel entonces, yo todavía veía a los encapuchados más valientes e inteligentes de lo que en realidad eran. Años y años de ver gente que se quita la capucha me ha hecho ver con lástima este tipo de puestas en escena, como seguro las veía ya Caballero en ese entonces. Un encapuchado se ve apuesto y heroico, pero al desenmascararse descubre a menudo rasgos de sadismo que ahuyentarían a cualquier persona sensata. Caballero quería que hablaran como él lo estaba haciendo, con la libertad de quien asume responsabilidades por lo dicho, pero los guerrilleros amedrentaban con sus rasgos de idiotas embozados. Al final, los hombres salieron dando zancadas, mientras el público aplaudía.
Las columnas de Caballero en Semana tenían siempre ese tono contestatario y burlesco que no desentonaba en un ambiente panfletario. Casi podía decirse que esos artículos eran la fuente de ciertos eslóganes, y ni qué decir de sus caricaturas. Así que verlo enfrentado a los encapuchados fue una sorpresa que acrecentó mi admiración.
Hasta el día en que dejé de leer sus artículos por cierta reiteración cansina (él mismo decía que llevaba años escribiendo la misma columna), no recuerdo haber buscado muchas más cosas de él. Fuera de Los siete pilares del toreo y ese primer o segundo texto tan conmovedor sobre Rafael de Paula, perdí el interés por lo que escribía, pero seguía guardando una gratitud silenciosa por las horas de conversación que nos había regalado, por la maestría de su escritura, por la chispa de curiosidad que había encendido en aquel muro de un parque en una ciudad que no hablaba de literatura.
Tres años antes de morir, Antonio Caballero publicó Historia de Colombia y sus oligarquías, un libro que le había encargado la Biblioteca Nacional y que se vendió furiosamente desde el mismo día en que llegó a las librerías. Para ese entonces yo ya no quería leer nada de él (excepto Sin remedio que, desde que fue rescatado por Tusquets, quise volver a leer), pero por supuesto me quedé a verlo en una presentación que hizo en la librería en la que trabajo. Estaba muy pesado, amoratado y acezante. A pesar de su apariencia, transmitía la misma elegancia congénita, esa sobria presencia del hombre realmente culto que era, y la actitud escéptica pero al mismo tiempo de honesta concentración cuando hablaba su interlocutor. Por lo que dijeron ese día, supe que el libro era lo que ya imaginaba y que, seguramente ahora, veinte años después de lo de la UdeA, Caballero debía de estar animando con su libro a algún imberbe encapuchado que repetiría sus ideas sobre la historia de Colombia en algún foro universitario.
El año pasado, Daniel Gutiérrez Ardila, un historiador que se salvó de perder su tiempo en el Parque de El Poblado cuando escapó de Medellín para ponerse serio, publicó La Regeneración, un libro que estudia el proceso político y constitucional que cambió el régimen radical de 1863 y definió un siglo de historia jurídica y política en Colombia. Gutiérrez aborda la bibliografía que se produjo hacia 1986 con ocasión del centenario de la Constitución. Me llamaron la atención sus críticas demoledoras a los trabajos de Fernando Guillén Martínez, Hernando Valencia Villa y Marco Palacios, y su sentencia de que se trataba de proyecciones “hacia el pasado de prejuiciosos dictámenes sobre el presente”. Gutiérrez no menciona el último libro de Caballero, pero intuí que podía hacer parte de la muestra, así que le escribí para preguntarle si era así. “Sí, me dijo, estás en lo cierto. Caballero no se molestó en leer a ningún historiador de los últimos, tal vez, cuarenta años. Simplemente, quiso confirmar sus prejuicios con el libro y hacer algo que no tiene nada de historia, es como si se tratara de un país sin historia, que patina constantemente en su propia desgracia. No lo quise citar por eso, mientras que lo de Guillén Martínez era inevitable, pues había hecho un libro sobre la Regeneración”.
En la presentación de su último libro, Caballero dice que “Este libro de historia, aunque vaya ilustrado con caricaturas, no va en chiste: va en serio. Y, como todos los libros serios de historia, es también un libro de opinión sobre la historia: entre todas las formas literarias no hay ninguna más sesgada que la relación histórica”. Esta introducción define el tono del libro y, por supuesto, debe causar urticaria a los historiadores de archivo, que buscan cotejar tantas fuentes sobre un tema que les permita tratar con humildad y comprensión las acciones de los hombres que vivieron antes de nosotros.
Justamente en los capítulos en los que Caballero habla del régimen liberal de 1863 y su fracaso decretado por Núñez, el autor hace una afirmación que tiene bastante que ver con el discurso de, por ejemplo, el presidente de la República y buena parte de sus admiradores: “Fue por entonces cuando en este país empezó a usarse de manera habitual la palabra ‘oligarquía’, que en su original griego aristotélico significa ‘el gobierno de unos pocos’. En Colombia el término se tradujo por ‘el gobierno de los otros’: era el que usaban los conservadores para referirse al pequeño círculo de los liberales radicales en el poder, y el que más adelante usarían los liberales para designar el círculo aún más pequeño de los conservadores, cuando cambiaron las tornas”. El tono sardónico del libro, con su innegable gracia, se une al título y al párrafo anterior para dejarnos entender que la visión de Caballero de la historia de Colombia es como la define Daniel Gutiérrez arriba: somos un país sin historia, una masa que patina en una única y continua desgracia. Esta simplificación de la realidad fue la que me apartó de las columnas de Caballero, pero me basta recordar su prosa, sus artículos de arte en “Paisaje con figuras”, sus textos sobre toros y toreros, y la verdad de la única novela que escribió para volverlo a admirar.
Este mayo de 2025 Antonio Caballero habría de cumplir ochenta años. Mario Jursich Durán trabaja en la edición de Mientras pasaba por ahí, dos tomos que antologarán sus textos de arte, literatura y crítica cultural, y que se espera que estén en librerías a finales de año. Allí estará lo mejor del periodista que trabajó para Alternativa, Semana, Cambio 16, la BBC, El Tiempo, El Espectador, que escribió de arte, cocina, toros y literatura, pero sobre todo, que fue el autor de Sin remedio, la novela que sin duda mantendrá su nombre en el canon de las artes colombianas. Felices 80, Caballero.