Cada uno de nosotros, de un modo singular y secreto, transportamos un metaverso personal al que ingresamos cuando caemos dormidos. En ese territorio del sueño, las leyes de la física se invierten o desaparecen y se abren nuevos caminos para la experiencia. En nuestra parálisis de durmientes se mezclan vivencias con anhelos, recuerdos con terrores, deseos con secretos. Soñando podemos visitar otras épocas o convertirnos en viajeros ubicuos. Las fronteras de lo posible se expanden: los muertos vuelven o nunca se han ido, la casa de la infancia mezcla su arquitectura con la de otras casas habitadas, el cuerpo descubre facultades casi divinas: vuelo, clarividencia, metamorfosis. Cada sueño es la promesa de encarnar algún avatar fantástico. Anoche soñé que era un perro feliz del campo y hace tres días me vi como una famosa actriz perseguida por paparazzis.
Pero el sueño es una experiencia íntima, solitaria, y nosotros somos una especie gregaria, social. El metaverso se podría contemplar también como sueño colectivo, vivencia compartida de lo extraordinario, laboratorio social en el que se ponen a prueba otras realidades.
En una encuesta adelantada por la plataforma Statista, se le preguntó a un centenar de personas por las cosas que harían en el metaverso que nunca harían en la vida real. En las respuestas más destacadas conviven los deseos oscuros con los sueños frustrados. La mayoría pensó en deportes extremos (los paracaidistas del metaverso reciben su recompensa de adrenalina sin arriesgar el pellejo) y en alterar la conciencia sin necesidad de drogas sintéticas. Otras respuestas comunes se relacionaban con pretender ser otros, practicar juegos sexuales de extrema violencia o salir de cacería (si los safaris de caza migraran al metaverso, la biodiversidad del mundo real estaría agradecida).
En la última escala notable de los resultados, figuran respuestas más complejas. Entre el 14 y el 19 por ciento de los encuestados imaginan el metaverso como un lugar para ver peleas de gladiadores, ser espectadores en ejecuciones públicas, poseer un harem personal o practicar experimentos en humanos virtuales. Visto así, el metaverso sería como un parque de diversiones para desfogar nuestros impulsos más oscuros, al modo de Westworld, serie de HBO en la que se podía hacer turismo en el lejano oeste para asesinar, robar o violar a robots programados para sufrir una y otra vez las mismas vejaciones.
Aunque otra sección de la misma encuesta destacaba las opciones más prometedoras de estos nuevos mundos emergentes. Superar obstáculos y discapacidades, incrementar la creatividad y la imaginación, viajar por el mundo, crear nuevas oportunidades de trabajo o crear oportunidades para la libre expresión. Con un paisaje así, el metaverso se dibuja verdaderamente como algo que revolucionará la vida humana desde sus capas más profundas y, precisamente, una de ellas es la de la creatividad y la imaginación.
No hay que esperar los grandes desarrollos tecnológicos en los que avanzan empresas como Meta —antes Facebook—. En una competencia disruptiva cuyos protagonistas tratan de mantenerse en la cresta de la ola con ideas cautivadoras, ya se está aprovechando el potencial de estos mundos inmersivos con experimentos asombrosos.
La curva evolutiva
Una de las empresas que va a la vanguardia es Epic Games, responsable de crear el juego Fortnite, un mundo virtual de la modalidad Battle Royal en el que cada día se conectan más de tres millones de jugadores y con más de 350 millones de cuentas creadas. Los responsables del juego no se han limitado a crear nuevas islas y escenarios para que los jugadores se aniquilen entre sí, sino que han propuesto eventos artísticos y culturales en los que se dejan a un lado las armas.
Con la pandemia, la idea de los conciertos en un mundo virtual se convirtió en una manera de hacer catarsis del encierro, pero Fortnite se había adelantado un año a esta tendencia. En febrero de 2019, el DJ Marshmello encarnó un avatar con cabeza de efectos estroboscópicos en un escenario que convocó a más de 10 millones de usuarios. Alrededor de una tarima tradicional, el músico pinchó sus mezclas para que la comunidad de usuarios desbordara los alucinantes movimientos de sus personajes, que en la carne de pixeles y polígonos del mundo virtual trascienden cualquier ley de la física o la anatomía. En el video disponible en Youtube se aprecia quizás a un centenar de personajes rebotando, haciendo cabriolas, saltando alturas descomunales, volando y flotando al ritmo de la música electrónica. Pero aparte de esta posibilidad exacerbada de movimiento, el concierto mantiene el formato tradicional del mundo real: una tarima, un artista, una audiencia alrededor.
Con los conciertos de Travis Scott, en abril de 2020, y Ariana Grande, en agosto de 2021, Epic Games trazó una curva evolutiva para este tipo de eventos. El de Scott, en plena pandemia, rompió cualquier idea de concierto tradicional. No es necesaria una tarima ataviada con parlantes aparatosos si en la virtualidad el sonido también rodea a los asistentes, como un fluido similar al aire. Y el artista tampoco necesita un terreno elevado para ser visible, puede ser un Gulliver rodeado de liliputienses eufóricos que caen del cielo como una brisa preñada de movimiento alrededor del cantante colosal.
El de Ariana Grande quebró el propio concepto del espacio. El escenario del show se trasladó al mundo interior de la cantante. Los asistentes fueron invitados a una travesía que recreaba la imaginación de la artista o por lo menos lo que puede soñar su avatar. Deslizándose en toboganes de pintura líquida, los usuarios simulaban navegar a través de conexiones neuronales en un tour de force psicodélico en el que podían implicarse en minijuegos mientras la música trazaba una trama de dimensiones oníricas.
