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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Elena Acosta es magíster y especialista en Estética, licenciada en Filosofía y Letras, docente de la Facultad de Artes y Humanidades del ITM.
    Elena Acosta es magíster y especialista en Estética, licenciada en Filosofía y Letras, docente de la Facultad de Artes y Humanidades del ITM.

Mientras llegan por mí, la despedida de Rodrigo Pérez Gil

Antes de morir, el ingeniero Rodrigo Pérez Gil dejó una novela vibrante, llena de un estilo vivo que cambia la literatura de Medellín; durante once años fue profesor de matemáticas y al final quiso torcer el rumbo.

Elena Acosta | Publicado hace 12 horas

“Un libro debe ser un hacha para romper el mar helado que llevamos dentro” fueron algunas de las últimas palabras que pronunció Rodrigo Pérez Gil en la conversación que tuvo siete días antes de morir, con el escritor Jorge Iván Agudelo, acerca de su novela postrera. La sentencia es de Franz Kafka, a quien el escritor nacido en Frontino, Antioquia, leyó y admiró con ese rigor del que solo son capaces aquellos que se juegan la vida misma en la lectura y, sobre todo, en la escritura. Me enteré del evento el mismo día y, sin saber por qué, sentí que debía ir a La Casa-Centro Cultural para ver y escuchar a Rodrigo; ya en la noche y durante todo el fin de semana en que leí el libro dos veces seguidas, sentí su obra como un puño en la cara, también como una caricia, la sensación híbrida persiste.

Me lo presentó, hace más de quince años, el profesor Juan Gonzalo Moreno, quien lo conocía desde el colegio y como él, había estudiado ingeniería y fue profesor de matemáticas en la Universidad Nacional, antes de que su pasión por la filosofía lo condujera a nuevos estudios y, después, a la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas; Rodrigo en cambio, no solo dejó las clases dedicadas a los números, sino que abandonó la docencia universitaria. Durante algunos años nos encontramos con frecuencia en eventos académicos, compartimos veladas inolvidables en las que varias de las mentes más brillantes que he conocido producían ideas alrededor de los temas que se habían planteado momentos antes en las conferencias o se fugaban por múltiples líneas componiendo un pensamiento rizomático y colectivo. Siempre supe que era un privilegio asistir a aquellas reuniones, en las que muchas veces guardaba silencio para deleitarme y, en otras, participaba con preguntas. Recuerdo sobre todo un par de charlas dictadas por Rodrigo en sendos ciclos en los que participamos: la primera, titulada Lewis Carroll. La paradoja en el espejo (octubre de 2013), y la segunda, en el marco de la conmemoración de los veinte años de la muerte de Gilles Deleuze, sobre el concepto de devenir (septiembre de 2015); unos años más tarde, en 2018, vio la luz el libro Gilles Deleuze, flores a su tumba, dirigido por Carlos Enrique Restrepo, Alejandro Sánchez y Ernesto Hernández (Uniediciones), en el que se incluyeron casi todas las participaciones del ciclo que homenajeaba al filósofo francés y otras de amigas y amigos estudiosos de los textos deleuzianos, Rodrigo fue uno de los autores y hoy me conmuevo al caer en la cuenta de que también han muerto otros de quienes impulsaron estas iniciativas y nos acompañaron en su realización: Carlos Enrique Restrepo (2016), Carlos Enrique Mesa (2017), Jorge Alberto Naranjo (2019), Ernesto Hernández (2025).

Rodrigo había sido desde entonces para mí el hombre delgado, casi un Quijote, que dominaba las paradojas de Alicia y cuya erudición, así como la de Juan Gonzalo, bordeaba lo inconcebible, porque además se mezclaba en ella una claridad meridiana sobre singularidades de todo tipo, por ejemplo, en la conferencia citada sobre el devenir según Deleuze, Rodrigo usó del mismo modo en su argumentación conceptos propios de la filosofía y de la física (los atomistas griegos, Lucrecio, M. Foucault, M. Serres), con obras literarias (La mujer de arena de Koboōō Abe, que marca el punto de partida del análisis, Artaud, Dickinson, Kafka, Melville y otros); de igual manera, intuía en él a un aventurero y conocedor de la geografía nacional, también a un viajero por otras latitudes que nos contaba una experiencia distinta cada que alguna mención detonaba un recuerdo: Inglaterra, Estados Unidos, Chile, México eran países mencionados con frecuencia. Sabía que amaba el cine, que le gustaban las frutas y los vegetales y que era, ante todo, un solitario.

Ese fue el Rodrigo que conocí, un intelectual brillante, afable y conversador, que solía hacer preguntas en las conferencias de sus colegas y que escribía mucho acerca de lo que pensaba, leí algunos de sus ensayos y unas pocas reseñas. Al otro, al escritor de literatura, lo conocí justo cuando se acercaba su muerte, en tanto que, en un sofá de mi casa, yo leía su Mientras llegan por mí. Se me antoja una paradoja de esas que tanto le gustaban, tan retorcida que, si no fuera porque ya no puedo contársela, me daría risa. La novela fue publicada por la Editorial EAFIT en diciembre de 2024, aunque, como recordó Pedro Adrián Zuluaga en una nota al día siguiente de su muerte, el autor trabajó en ella durante varios años; la misma editorial había publicado en 2018 su libro de cuentos Señales de paso; su primera novela, Redada, se publicó en 1990 por la Editorial El propio bolsillo.

La novela está compuesta de múltiples episodios narrados por un protagonista que revisa en retrospectiva su vida: “Mientras llegan por mí, arreglo los últimos papeles, tiro muchas cosas, rescato algunas, para sentir admiración y veneración, hasta amor, antes del postrer adiós, liquido cuentas y culebras pendientes, pocas y delicadas”, dice en algún apartado (págs. 36-37). Sin embargo, la obra va mucho más allá de un anecdotario personal bien escrito, en cada una de sus líneas se mezcla la narración con el ensayo, así la solvencia matemática y filosófica ha sido vertida en el texto a través de un lenguaje diáfano, en el que los cultismos se combinan con coloquialismos, lo que acerca el gesto de leer al gesto de escuchar, casi como si pudiésemos entrar en el cerebro de quien cuenta o como si conversáramos con él, así ocurre en este apartado del principio en el que el narrador se refiere al método de reducción al absurdo:

“Se supone que algo es verdad, que algo es cierto, que algo es posible, fugarse de la encomienda de Dios en el caso de Jonás, por ejemplo, y, por medio de procedimientos lógicos, o de vicisitudes inesperadas, llegar a una contradicción, a un absurdo o a un sinsentido, por lo que se concluye afirmando la proposición contraria a la hipótesis inicial”. (pág. 11)

A pesar de la complejidad conceptual que late en lo expresado, el recurso de la cadencia oral y el humor con que se expresa nos sumerge en esa conversación imaginaria, que ocurre por supuesto en el presente de nuestra lectura, como observamos en estas líneas: “A la última clase en la universidad llegué con la camiseta al revés, y cuando un alumno me lo hizo notar, le dije que el que estaba al revés ahí era yo” (pág.46). Colabora en la claridad otra mezcla, la del cosmopolitismo con el conocimiento profundo de las costumbres vernáculas, en lo público y en lo privado, en la política y en la cotidianidad, palabra tras palabra escuchamos la voz de un pensador montañero, a este respecto, la influencia del Fernando González de Viaje a pie es notoria, se trata pues de un libro que clama entre otras cosas por la autenticidad de la escritura local.

¿Cuáles son los hechos? El origen, la infancia, la adolescencia, el seminario, los primeros estudios, la universidad, estudios posteriores en distintos lugares del orbe, el amor matrimonial, la familia, el trabajo, los fracasos, otros amores, búsquedas, la violencia recibida... Listados así, parecen corresponder a una vida como cualquier otra, pero están contados desde la plena conciencia del desarraigo, no de un lugar y una cultura específicos sino del imperativo de la masculinidad, que trae aparejados en el occidente actual otros imperativos nefastos: machismo, misoginia, binarismo, colonialismo, clasismo, racismo, extractivismo y un largo etcétera; de ahí que el narrador plantee el desvío de un patrón que incluye: “Especie Humana-Varón-Blanco-Adulto-Cristiano-Heterosexual-Habitante-del-Norte...” (pág. 82). Este desarraigo implica el desgarramiento de una existencia atravesada por la experimentación constante en la multiplicidad y por los riesgos (incluso de morir) que esta entraña: apartarse de las ambiciones de la mayoría, de las ansias de poder, de riqueza, de prestigio, incluso, de lazos familiares; dirigir la mirada hacia abajo, hacia la tierra y no hacia arriba, hacia el cielo y hacia el Norte; acercarse a los seres ignorados, humillados y maltratados; desviarse de la identidad de todas las formas posibles; encontrar su filiación con lo vegetal, con lo animal no humano, con las mujeres y en general con todas las minorías. “De todas las consolaciones nacimos huérfanos”, afirma el narrador sobre su generación, nacida “entre 1947 y 1953, en plena Violencia”, (pág. 10) y en medio de esa grieta histórica, él se hiende con sus propios desmarcajes y al hacerlo, da lugar a un nuevo principio: el de un ser que se acepta en sus múltiples devenires, animales, vegetales, femeninos, imperceptibles, los que, por tanto, le vinculan a todo el mundo, a seres cualesquiera, movimientos que ya había explicado el escritor en su conferencia y texto sobre el devenir. La experimentación sexual no es en la novela un asunto secundario, ya que somos cuerpos, libramos cada una de nuestras batallas existenciales desde esas concreciones materiales, por lo tanto, el cuestionamiento de las prácticas sexuales hegemónicas es en la novela parte fundamental de la resistencia al binarismo: hombre/mujer, humano/animal, heterosexual/homosexual, arriba/abajo, penetrador/penetrado, normal/anormal y también, colonizador/colonizado, blanco/negro, bello/feo, rico/pobre:

“Tal vez, porque carezco de sentido de identidad sexual, por mi deseo polimorfo que se puede orientar en un sentido o en otro, ¿será por eso, doctor?, o será simplemente porque es algo en construcción, que no me hallo homosexual ni travesti ni heterosexual, aunque me fascinan cosas que a estos fascinan, soy un blanco en este sentido, un vacío a llenar mediante una exploración, una experimentación de zonas, antes vedadas, de mi cuerpo y de mi sensibilidad, sin dejar de dudar de cualquier identidad en particular que pareciera prevalecer”. (pág. 92)

El narrador se fuga de los imperativos, traiciona el llamado del grupo, la costumbre, la norma, lo normal y la normalización, mora en el borde, en el límite, a punto siempre de precipitarse al despedazamiento y lo hace a pesar de haber nacido entre antioqueños y de habitar gran parte de su vida en Medellín, entre personas fuertemente ancladas a la tradición y, paradójicamente, amantes de las novedades que ofrece el capitalismo de consumo a mansalva, entregadas a una violencia cotidiana tan cruel como maquillada de buenas maneras, creencias religiosas fuertes y sonrisas hipócritas. Fondo y forma se conjugan en una obra que, por su misma naturaleza, no vale la pena clasificar, aunque si este fuese el caso, me atrevería a nombrarla como una novela cuir (igual que su personaje, cuir en lo narrado y en la narración), más cercana a una literatura que se escribirá en el futuro que a mucha de la que se ha escrito en el pasado de nuestra ciudad

Lo vi muy poco durante los últimos años, hablaba menos, aunque nunca dejó de sonreír ni enfrió su abrazo; esa tarde de su último jueves me sorprendió la delgadez extrema, se notaba muy débil y no era difícil percibir el esfuerzo que hacía para mantenerse en la silla desde la que pronunció esas palabras lapidarias que, aunque no lo sabía en ese momento, fueron para mí su despedida, había decidido desde hacía mucho vivir en medio de la austeridad, lejos de las veleidades del consumo y encarnó como pocos ese fatum kakfiano de consistir en literatura.

“En últimas, a mí, como a Moisés, se me daría la oportunidad de contemplar la tierra prometida, sin lograr entrar en ella..., ya vendrán otros y otras que han de cultivar y medrar en esa nueva tierra” (pág. 116), afirma el narrador. No queda más que agradecerte Rodrigo Pérez Gil por tu vida, por esta novela detractora y por tantos otros textos. Tengo el presentimiento de que susurrarás en el mañana palabras que incontables lectores aprenderán de memoria.

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