Por: Luis Fernando González Escobar
La arquitectura pública urbana en Medellín tuvo un vuelco extraordinario en la transición del siglo XX y el XXI. No se puede decir que con antelación no existiera una arquitectura significativa, pero desde principios del nuevo siglo se potenció. La concepción del espacio público y el edificio público, con su estética, como manifiesto político fue fundamental en el avance. La reivindicación del simbolismo del edificio público permitió la participación activa de los arquitectos en los equipos de algunas dependencias de la administración local, o mediante invitación directa a algunos arquitectos reconocidos, o por convocatoria en concursos públicos, así equipos de jóvenes lograron que sus obras se construyeran y de paso fueran reconocidos por estas intervenciones.
La relación de la arquitectura y el poder es tan antigua como el origen de la ciudad. Ya lo escribió Deyan Sudjic en su libro Arquitectura del poder: es “empleada por los dirigentes políticos para seducir, impresionar e intimidar”. Pues bien, en nuestro caso, el interés de seducir e impresionar estaba al servicio de un interés político inocultable, el de llegar a los grupos sociales vulnerables, olvidados de la formalidad y en donde el Estado no hacia presencia, literalmente, en la debida forma. El edificio y el espacio público fue el ariete de la presencia estatal, donde la estética jugaba un papel fundamental, y esta concepción y materialización fue procurada por los arquitectos.
Entre las viejas y nuevas generaciones se plantearon rupturas en la concepción del proyecto. Algunos, incluso, lo expresaron en términos de un alejamiento y aun superación de la “tradición moderna”; esto es, contra una idea bogotana de la arquitectura, aquella pensada dentro de los cánones modernos, pero construida desde la tradición del ladrillo y un pensamiento anclado en la denominada “arquitectura del lugar”. Desde Medellín algunos jóvenes arquitectos, con dosis iguales de descaro e ingenuidad, decretaron el fin de los particularismos y aun de la propia identidad a cambio de la inserción en la globalidad cultural, como lo promulgaron en conferencias o textos que hoy seguramente prefieren olvidar.
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Pero no en vano eran los arquitectos que se abrieron al mundo producto de la globalización económica y cultural. No solo los arquitectos que estudiaron su pregrado o posgrado en el extranjero, sino los que desde su propio entorno se conectaron a la web y las redes sociales, asistiendo a la transformación arquitectónica del mundo en tiempo real y al propio ejercicio de la profesión. Incluso participando como dibujante o diseñadores a destajo en trabajos virtuales para oficinas en Estados Unidos o Europa, que hacían proyectos para Arabia o China, u otros países del Medio o el Lejano Oriente. Esa conexión por y con redes del mundo les dio otras perspectivas, entre negativas y positivas. Asistieron al esplendor de los arquitectos del Star System con su megalomanía icónica, con diseños paramétricos o algorítmicos y la nueva materialidad con tecnología de punta, distribuida por las ciudades globales o de aquellas que aspiraban a ocupar ese lugar preponderante e insertarse en esa dinámica. Retomando a Sudjic, en realidad muchos de ellos renunciaron a diseñar edificios para concentrarse en producir íconos.
La arquitectura de Medellín del primer cuarto del siglo XXI se hizo con la mirada puesta en esas corrientes globales dominantes, pero también por rechazo a la misma, o por renovación de la vieja escuela moderna. Se construyeron ejemplos icónicos deplorables que hoy sufrimos y pagamos; infortunadas intervenciones formalistas con ausencia de conocimiento técnico y material, abusando de la construcción rápida, esto es, la versión arquitectónica de la fast food; arquitecturas que se caen a pedazos, insostenibles, sin relación con el entorno, empecinadas en su formalismo gratuito, sin entender que más allá del simbolismo gratuito o no, como diría el arquitecto suizo Philippe Rahm, la arquitectura y la construcción son fisiológicas por principio. La idea estética del edificio como obra de arte perdió de vista que el espacio más que para contemplarlo es para habitarlo. Mientras algunas de las obras se deterioraban y mostraban sus costuras y flaquezas, la fama mediática de ciertos arquitectos crecía, incluyendo premios nacionales e internacionales e, incluso, llegaron y llegan a ciertos cenáculos de la arquitectura, donde fueron bien recibidos. Esto incluía proyectos, libros, conferencias, asesorías, entre otras actividades como personajes reconocidos.
También fue interesante y de gran valor en estos años de transición arquitectónica y su emergencia global el arribo de arquitectos extranjeros que estuvieron, reflexionaron o dejaron obras de gran fractura -v. gr. el arquitecto japones Iroshi Nahito, responsable de la Biblioteca Belén-, planteando contrapuntos a los arquitectos nacionales o locales, muchos de los cuales mantuvieron su cordura y no se dejaron marear por los cantos de sirena de la arquitectura espectáculo, estableciendo una conexión global pero con los pies en la realidad contextual local. No se trataba que la arquitectura fuera arropada y promovida por los gobiernos de turno, sino que los arquitectos entendieran que no era solo llegar a estos escenarios sino comprometerse por entender el verdadero valor y responsabilidad al realizar arquitectura pública que no fuera solo al servicio del poder, sino que, en términos de Nahito, fuera en beneficio de un número indeterminado de personas.
La cocreación del MOVA
Después del auge de encargos y concursos de arquitectura en la primera década del siglo XXI, estos disminuyeron ostensiblemente para la segunda década. Pasada la ola las administraciones se decantaron por proyectos más estratégicos, como es el caso del MOVA, cuyo punto de partida está en la Política Pública de Formación de Maestros, formulada en 2015, pero que hunde las raíces en la preocupación por la educación y específicamente en atender la formación de los maestros y disponer un espacio para ellos, más allá de la Casa del Maestro abierta en el año 2000. Una política y una materialización que pasó por tres administraciones entre 2015 y 2018, cuando se inauguró.
Aunque concretar ese soporte espacial de la política pública implicó un proceso que involucró no solo a los arquitectos de la oficina OPUS de Medellín, sino a un equipo del Parque Explora y a los propios maestros, los futuros habitantes. No se partió de una forma a priori ni tampoco del programa usual. Tradicionalmente los arquitectos asumen un programa previo suministrado por el promotor y a partir de este plantear el proyecto del edificio. Pero en este caso el desencadenante fue una propuesta de un modelo pedagógico desarrollado por un equipo del Parque Explora que, a su vez, se involucraron con los arquitectos en el desarrollo material en tanto se plantean innovaciones en los procesos de enseñanza aprendizaje que se usarían en los distintos espacios. Los profesores interactuaron y a partir del modelo pedagógico y sus propias demandas, establecieron el imaginario sobre el que trabajarían los arquitectos. Los talleres de imaginarios, tan banalizados y desprestigiados en los proceso urbanos y arquitectónicos de estos años, potenciaron en este caso las posibilidades de cocreación del proyecto.
Los arquitectos no solo respondieron a esas demandas específicas que iban de lo pedagógico a lo sensible y humanístico, tan difíciles de abordar, sino lo que debería ser lo usual en una buena arquitectura, estudiar y atender las condiciones del lote y su topografía, un parqueadero del parque Norte y entre éste y la carrera Carabobo; en medio de este parque y el Estadio Cincuentenario y al frente del Parque Explora, lo que implica también hablar del contexto del denominado Distrito de Innovación de Medellín planteado desde tiempo atrás en la política pública. Todo esto que parece tan retórico o tan abstracto, sin ninguna duda fue expresado en el proyecto. No se planteó un edificio de un solo volumen, sino que se desplegaron tres cuerpos conectados por rampas, estableciendo el auditorio contiguo a Carabobo para aprovechar su potencial público, mientras que mas alejado, al interior, se ubicó el cuerpo principal, con sus laboratorios, áreas de investigación y descanso, terrazas y miradores; y entre uno y otro, un cuerpo intermedio pequeño destinado para una terraza-jardín escalonada. Todo conectado, fluido y orgánico, levantado con columnas redondas del nivel del antiguo parqueadero que, sin dejar de serlo, fue revegetalizado y arborizado, con lo que no solo se disminuyó el impacto del sol y el calor, sino que lo potenció como un espacio sombreado de usos múltiples.
Todo el conjunto es privilegiado pues se tiene una vista de 360 grados. Y la arquitectura sin estridencias no obstruye, sino que dialoga desde sus formas, materialidades y texturas con ese entorno inmediato y lejano; así las líneas horizontales establecen una continuidad formal con los volúmenes del parque Explora o rampas y estación del Metro; algún volumen inclinado sigue las pendientes de los contrafuertes de las montañas lejanas; igual desde la terraza escalonada los verdes de los jardines es parte de la secuencia de planos, en un continuo verde que va de la arborización cercana a las laderas montañosas; o un vano que enmarca el paisaje cercano; o un balcón que mira el paisaje lejano del valle de Aburrá hacia el norte; o, un balcón corredor, con una secuencia que pasa del lago del parque Norte al cerro El Volador y se diluye hacia las laderas occidentales hacia el Alto del Boquerón o del cerro del Padre Maya, y luego se pierde en el horizonte lejano. Y así, entre vanos enmarcadores, ventanas como cuadros, controles solares, y mucha luz, viento y verde se configura una arquitectura no es efectista ni ensimismada, sino que se abre a la ciudad y el paisaje.
Es un proyecto que reivindica la “arquitectura del lugar”, contextual y en relación directa e indirecta con el paisaje cercano y lejano. Una, que no estable una relación a priori con alguna escuela o una estética, pero retoma las buenas lecciones del moderno funcionalismo, desde las columnas -“plo0tis”-, la luz -mucha, mucha luz-, las ventilaciones cruzadas y el control solar, haciendo uso de los cortasoles o famosos “brise-soleil” lecorbusianos; pero también las referencias al High Tech, en los interiores y exteriores. Una simbiosis equilibrada, racional y, a la vez, poética que, además, entiende que la arquitectura pública debe ser pensada para ser durable en su materialidad, por el desgaste ante el uso y abuso, y ser sostenible en términos del confort y condiciones térmicas. Si alguien quisiera saber algo de una buena lección de arquitectura de Medellín, no exenta de problemas y errores, a veces no deseados, pues este es un buen ejemplo.
