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Poesía, la voz final de la creación

Conocidos por sus películas, sus pinturas y su música, la obra de estos artistas revela cómo la poesía atraviesa todas las formas de la creación.

  • Poesía, la voz final de la creación
hace 1 hora
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En enero de este año, después de la muerte de David Lynch y la presentación de Patti Smith en el Teatro Metropolitano de Medellín, empecé a escribir una colección de apuntes sobre artistas que inaugura la siguiente entrada: I get ideas in fragments (Las ideas se me ocurren en fragmentos), es la transcripción (que después continúo y se extiende en mi libreta) de un momento de la conversación entre estos dos artistas en el programa Encounters de la BBC emitido en 2014.

Dejo a continuación una selección de estas anotaciones con las que he querido delinear, como quien tantea la estabilidad de un terreno movedizo, los contornos de la búsqueda de algunos artistas en la escritura.

En una entrevista de 2024, Werner Herzog pide explícitamente que no le pregunten por sus películas. Explica que su interés en esto se debe a que él se considera tanto un escritor como un director de cine y con esa declaración puede que sea más fácil para otros entender una fórmula que él define así: “Hacer películas es mi viaje, pero escribir es mi hogar”. La entrevista, que dura un poco más de una hora, se mantiene casi siempre dentro de las márgenes que él propone: habla de sus libros y sus guiones, lee fragmentos de sus obras, cuenta cómo recuerda haberse percatado de que también escribía, habla sobre la escritura a mano y sobre su letra diminuta e ilegible en sus primeros diarios. Los pequeños desvíos hacia su obra cinematográfica (inevitables y necesarios, por supuesto, hasta él mismo lo sabe) los convierte en espirales de regreso hacia la escritura para insistir en eso que dice sobre el viaje y el hogar: la expedición a las imágenes es fascinante, pero el retorno al lenguaje es el propósito.

Dice en más de una ocasión, “yo soy un poeta”, “soy un escritor que también hace películas”.

La entrada de Wikipedia sobre Vincent van Gogh empieza así: pintor neerlandés, uno de los principales exponentes del postimpresionismo. En su corta vida, van Gogh fue un artista prolífico que produjo más de dos mil obras y escribió casi tantas cartas como pintó óleos (el registro que existe ronda las novecientas). Los intercambios, diálogos y reflexiones que en ellas se conservan constituyen un conjunto de anotaciones al margen sobre su trabajo pictórico, su incesante búsqueda creativa y lo inconsolable de la condición humana. ¿Qué pasaría si en sus cartas descubrimos a alguien a quien no le interesa escribir sobre su obra sino habilitar los caminos para que su obra encuentre siempre el retorno al lenguaje (como lo que propone Herzog con el viaje y el hogar, el cine y la escritura)?

Me parece difícil imaginar a van Gogh como alguien distinto a eso que siempre ha sido: un tipo que pintaba compulsivamente. Pero me quiero arriesgar en la comparación con Herzog aunque se lleven casi un siglo de diferencia: Van Gogh murió muy joven y Herzog parece invencible, pero quiero imaginar que, si el pintor neerlandés hubiera vivido más, habría tenido tiempo de darse cuenta de que era un escritor que también pintaba cuadros.

24 de enero de 2025. Patti Smith se presentó ayer en el teatro Metropolitano de Medellín junto al colectivo de artistas Soundwalk. Llevaba conmigo un ejemplar de Devotion, un libro escrito por ella que forma parte de la colección Why I write (Por qué escribo), a la que se invitan a artistas a compartir sus reflexiones sobre su relación con la escritura.

Durante el espectáculo, ella y un grupo de músicos y artistas visuales estuvieron en el escenario por casi una hora y media propiciando un encuentro entre la música, la poesía y la imagen. No hubo subtítulos en ningún momento. Había que entender con tropiezos lo que ella decía en inglés y lo que decía el poema, que no son lo mismo.

Patti Smith escribió poemas mucho antes que canciones y permanentemente cruza esa frontera —casi imaginaria, a veces solo formal— con una naturalidad anfibia. La misma con la que nos llevó de la poesía al canto al final del performance, cuando hizo una interpretación a capella de Because the night, a la que nos sumamos todos en un coro, alborozados de encontrarnos de nuevo en un lugar común. Pensé, cuando terminó todo, en las últimas líneas del capítulo Un sueño no es un sueño que había ojeado justo antes de entrar: ¿Por qué escribimos? Un coro estalla. Porque no podemos simplemente vivir.

En julio de 2020 murió Rosario Bléfari, artista marplatense, de la que me había enterado hacía unos años por el afortunado accidente de entrar al seminario equivocado en la universidad. La vi primero en Silvia Prieto, la película de Martín Rejtman, que protagonizó, después escuché algunas canciones de Suárez, la banda de la que fue vocalista, y más adelante llegué a Relámpago Misterio, uno de sus álbumes como solista, en el que está Lobo, ese poema con punzadas de rock alternativo que lo vuelve a uno presa del animal vivo de su escritura : Un lobo suelto dentro de mis pensamientos/En mis dominios, sé que siempre está ahí/Detrás de un árbol, debajo del pasto/Y en la obra suspendida/Está suelto, me ocupa, vive de mí/Y yo también vivo de él.

Rosario Bléfari fue una artista de casi todos los lenguajes. Brilló, como muy pocos, en la concurrencia de la actuación, la música, la literatura y el teatro. Hizo un pódcast experimental (una pieza sonora, sería más adecuado decir) en el que mezcló narrativa, lecturas dramatizadas y música por allá en el 2015, cuando un contenido digital en audio significaba una cosa muy distinta a la que significa hoy. Escribió poesía, cuentos y diarios que empezaron a publicarse desde 2001 con su libro Poemas en prosa al que le sucedió una lista de títulos que hoy conforman una de las obras literarias más inquietantes de una artista latinoamericana.

En su Diario del dinero escribió sobre un encuentro con otras poetas en un ciclo de poesía y música al que la invitaron: “Fue tan evidente que, entre todas las preocupaciones de esta poeta, que vengo a ser yo, ya grande, pero no tanto, estaban el cuerpo y el deseo y para ellas todo eso estaba desplazado o superado y tenían un lugar mejor, despejado, para las grandes cuestiones”. Rosario Bléfari sabía que era una poeta entre muchas, pero no como otras. El animal vivo de su escritura era un anfibio en extinción.

Escribir en el agua de John Cage, reúne una selección de sus cartas escritas entre 1930 y 1992. Son 62 años de correspondencia en la que se recorren pensamientos laberínticos sobre la creación, la cultura, el clima político y social, la escucha, el azar, los cambios tecnológicos, la naturaleza y la contemplación de la cordillera entera de abismos que le compete a un artista así.

¿Qué es un artista así? (recupero de la primera página de mi libreta esta pregunta, que después de varios meses de anotaciones, todavía intento responder). Un artista así, pienso, es alguien con la urgencia de dudar en tantos lenguajes como le sea posible. En cuanto a Cage, su escritura era un campo más de experimentación, incorregiblemente vinculado a su trabajo como compositor, y su facilidad para transformar la música en una experiencia inédita del sonido, era la misma con la que hacía del lenguaje una superficie completamente nueva de encuentro con la vida.

Transcribí del prólogo del libro este fragmento que habla del título: “Sin embargo, la imagen de esa escritura que se dibuja efímera sobre una superficie móvil, en la que resuena el epitafio de Keats (“Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua”), tal vez sirva para aludir también al punto de llegada de una vida y una búsqueda”. Entonces, un artista así —¿un ícono, una figura, una leyenda, un animal en extinción?— tendría que facilitarnos imaginar que el destino de una vida y la búsqueda constante (e inconsistente, diría Cage) del estado de potencia de las cosas, de la dilución de las ideas y de la renuncia a lo original, se puede encontrar en la música o en la poesía (ambas materias acuosas), o alguna ensoñación sobre la la observación y la escucha.

¿Qué importa si escribió primero o no? ¿Si escribió más que lo que se dedicó a otras expresiones del arte? Como si se pudiera ser taxativo con el uso del tiempo de un artista y la creación fuera una experiencia homogénea y encauzada, en lugar de un estado chispeante y arbitrario de la imaginación.

La cuestión no se resuelve a partir de dilemas anodinos como: ¿fue Pedro Lemebel un escritor que hizo performance o un artista visual que escribió? Para hablar de un artista así, incalculable e impredecible como Lemebel, hay que renunciar a la jerarquización de su obra y resistirse a la lógica de una línea del tiempo que organiza la vida a partir de la sucesión de eventos como única forma posible de leer al artista o, lo que sería peor, de endosarle una identidad detenida al espíritu de su creación.

Para Pedro Lemebel, tanto su obra escrita como su obra audiovisual y performática eran modos del hacer y de la búsqueda, procedimientos en los que mantenía el estado de sospecha sobre la representación, que ni siquiera se agotaron en la instancia última de un cáncer de laringe, que lo dejó progresivamente sin la posibilidad de hablar y luego, lo condujo a la muerte. En ese momento en el que todo hubiera podido extinguirse, Lemebel se hizo voz y eco, sonido y repetición, para quedar, permanecer y trascender las circunstancias ordinarias de la vida, para recuperar la idea de Mary Oliver de que en algún momento, con el paso de los años, la voz deja de necesitar del poeta para existir y se vuelve una autoridad independiente con vida propia.

El asunto al que llego es la poesía. Un artista así (como todos alrededor de los cuales he recogido apuntes en los últimos meses y los que dejo por fuera) es un poeta. O al menos es la hipótesis con la que quiero arriesgarme, el paso tímido con el que quiero entrar en este arenal. Todo lo demás se ha atenuado y se destaca la contemplación, y junto a ella la articulación y la contaminación, como otras formas de lectura de la subjetividad, el tiempo y el espacio, en últimas, de la creación.

En La conquista de lo inútil Herzog escribe: “Y yo, como en la estrofa de un poema en una lengua extranjera que no entiendo, estoy allí, profundamente asustado” y más adelante: “Una vez más, y como un escalofrío, a pesar de mis intentos por defenderme, tengo la certeza de hallarme en la estrofa de un poema ajeno”. Lo dice una vez y lo vuelve a decir mejor —la reiteración no es para él sino para nosotros, quienes tal vez no habíamos advertido que nos hablaba de la poesía—, para afirmar que la experimentación de un estado de creación que sucede entre digresiones, difuminaciones, concurrencias y peregrinajes del pensamiento, coincide con la naturaleza de esa lengua completamente extraña que siempre es la poesía, que no quiere decir algo sino buscar en los extremos del lenguaje todas las maneras de hacerlo.

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