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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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Redes sociales: invasión política en la sala de la casa

Manuela Espinal Solano | Publicado

Me siento a la mesa con tres mujeres. Mientras comemos llega el rumor del televisor a lo lejos, al que nadie le presta atención porque hay algo más inmediato: los celulares. Mi madre es la que más se resiste a utilizar el suyo en el comedor, por lo que usualmente es la que inicia las conversaciones que tienden a ser cortas y triviales. Esta vez se atreve un poco más y suelta: “¿Vieron la valla contra el aborto en la Avenida Regional?”. La abuela la vio, dice, por Facebook. Sus amigas estuvieron de acuerdo con el mensaje. Estuvimos de acuerdo, dice, como si hiciera parte de algo, de una comunidad. Mi hermana también la vio, por Instagram. Naturalmente le molestó y, según dice, ha sido muy rechazada. La conversación podría seguir, pero ninguna de las dos puede aportar más datos. ¿La han visto?, pregunta mamá. La miran con recelo, no entienden. ¿Han pasado por donde está la valla?, dice al ver que no llegan. No, parecen decir. La valla no existe, quizá. Pero ha sido el tema de conversación de una familia esta noche.

Mi hermana menor, revolucionaria —como le gusta llamarse— en casi todas sus ideas, sin mucha idea de por qué cree lo que cree. Defensora férrea de la siguiente lucha que surja, cualquiera que sea. Mi madre, mayor para ser una madre de mi generación. Hija de músicos, levitante como sus padres. Liberal, por su formación artística, pero cristiana desde hace unos años. Vive en un constante dilema. Mi abuela, cantante, sibarita. A pesar de sus intentos por ser una “mujer de hoy”, como ella misma lo dice, es hija de su época. Casada con un militar que luego se dedicó a cantar, pero que no perdió el carácter dictatorial, tiene ideas clavadas en la cabeza que no se molesta en esconder. Solo, a veces, cuando mi hermana le hace reclamos o directamente la regaña, se agacha, toma su celular y teclea como sin cuidado, sin un propósito en específico, menea la cabeza como diciendo: “Sí, sí, como sea”, y levanta las cejas con desprecio y un poco de orgullo. Solo entonces, se calla.

Los políticos ahora hablan y se camuflan en medio de esto, del meollo de una casa donde ninguna se parece a la otra; aprendieron a desarrollar campañas y contenidos personalísimos hechos a la medida del público. Algunos hacen alianzas con influencers, como el expresidente Álvaro Uribe Vélez en su video con Epa Colombia, en un esfuerzo inmenso por cautivar nuevas audiencias. Otros han querido ser los protagonistas, como el candidato presidencial Rodolfo Hernández, que ha sabido hacerse un espacio entre la audiencia de Tik Tok, donde baila y hace doblajes de audios que son tendencia, conquistando a una audiencia joven, a pesar de ser un hombre de 76 años.

Se dieron cuenta de que los colombianos pasamos cuatro horas al día en redes, que Colombia entra en el top 10 de los países del mundo que más usan Facebook y que para principio de este año la red social tenía al menos 35.15 millones de usuarios en el país, según la empresa consultora Kepios.

Con tanta información pesada —guerras, hambres y dolor—, los bailes de candidatos en redes, los mensajes descarados, las pequeñas jugarretas en el lenguaje y los dobles sentidos parecieran casi un descanso, un contacto cercano con alguien que nunca conoceremos. Se trata de otra estrategia política, que para nada es nueva, y que ha adquirido dimensiones diferentes gracias a la inmediatez de las redes y su difusión global.

Las redes y lo vertiginoso

No es la adrenalina de lo físico, del corazón latiendo a mil (aunque a veces también), de la boca seca, de los ojos apretados evitando ver el vacío que se abre en frente. No es eso exactamente. Más bien, es la premura del adicto, del que prefiere no esperar. No es la velocidad del cuerpo, de la sudoración, sino de la mente, de los ojos ansiosos por ver, del dedo afanoso por deslizarse sobre la pantalla. Sobre ese vidrio que parece moverse, que parece avanzar. La adrenalina del que busca, del que necesita encontrar algo cada pocos minutos.

Es por eso que los tuits siempre son recientes: hace 35 minutos, dicen algunos. Otros, los más viejos, dirán hace 24 horas o máximo un par de días atrás. Todo lo que aparece, pensamientos, reflexiones, chistes nuevísimos de hace apenas unos minutos, van en una misma dirección, hay una clara línea editorial —¿algorítmica?— que es mejor no notar. La fantasía de vivir en un mundo donde todos pensamos lo mismo es superior.

Juan Sebastián Delgado, consultor en comunicación digital, afirma que en la selección de contenidos y en la visibilidad que puede llegar a tener una publicación, tanto el algoritmo como el creador de contenido tienen injerencia: “Lo más importante es ganarme su beneficio generando buen contenido. Utilizando formas divertidas en lo audiovisual, inyectándole al diseño. Y, sobre todo, conociendo muy bien a mi audiencia, así el algoritmo les enviará mi contenido a las personas que casi completamente seguro les gustará, y ellas se lo mostrarán a otros parecidos a ellos”. La gran bola de nieve.

“Depende de mí que el algoritmo me quiera y me beneficie. Depende de lo que el algoritmo crea que soy capaz de generar en mi audiencia. Las emociones son bien premiadas en lo digital”, dice el consultor.

Trump es un gran ejemplo del premio gordo que se llevan los que saben llegarle a la sangre a sus audiencias. En Twitter se le castigó cerrando su cuenta por mensajes que promovían el odio, incitaban a la violencia o eran mentiras —fake news—, y la indignación de sus seguidores, que calificaban aquella acción como “censura”, lo motivó a crear su propia red social. La nombró Truth Social y fue lanzada al público (aunque con restricciones) el 21 de febrero de este año. No se sabe exactamente cuánto gente se ha suscrito, pero sí que fue la aplicación más descargada en la App Store el mismo día de su estreno. Según esto, muchas personas protestaron por no poder descargarla, pues estaba disponible solo para aquellos que habían reservado un cupo desde antes. El magnate asegura que la red estará lista —es decir, abierta a todo público— a finales de marzo. Demostrando que los políticos sí o sí tienen que estar en las redes, aunque para ello tengan que crear las propias.

Incluso en Tik Tok, una red donde (por intuición se podría decir) la población es joven —asunto que no podemos comprobar porque las redes solo contabilizan a sus usuarios mayores de edad, lo que deja un subregistro enorme—, hay cientos de perfiles de candidatos con dos o tres videos en los que se unen a las más recientes tendencias, de las que resultan pocos votos, pero varios grupos sólidos de seguidores y comentarios. Parece una constante que la intención valga más que el mismo voto.

José Luis Peñarredonda, editor de audiencias del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (Clip), opina que los candidatos deben estar ahí porque “la vida real y la vida virtual son la misma cosa. No es cierto que exista una separación entre ambas, lo que pasa en redes pasa en el mundo, y es imposible que los políticos no estén ahí donde están sus potenciales audiencias”.

Cada vez es más borrosa la línea entre vida real y virtual, si es que aún se pueden dividir, pero: ¿definitivamente no existe frontera alguna? Al fin y al cabo, desconectarse y salir a la calle implica enfrentarse al disenso, a lo contrario. Estar en redes, en cambio, es vivir en la burbuja del acuerdo constante, del asentir, del Me Gusta.

Los algoritmos nos han cercado en pequeñas comarcas de acuerdo mutuo. Lo han logrado a partir de su máxima para políticos y creadores: hagan contenido según su público, moldéense a su antojo; tarea que se les ha facilitado con el rastreo constante a las audiencias. Lo que antes era una investigación de público, un trabajo de marketing manual y orgánico, del que solo resultaba lo que el entrevistado quisiera revelar, fue reemplazado por el rastreo permanente a cada uno de los usuarios en redes sociales: más efectivo y barato.

Mientras tanto nosotros, las audiencias, los votantes, somos fáciles de leer. Damos Me gustas, Retuiteamos, Compartimos y Reaccionamos constantemente. Somos rastreables: ¿Dónde estás?, pregunta Facebook. Salimos de un lugar y Google envía una notificación: ¿Qué tal tu experiencia en el restaurante? Se nos ha vuelto natural responder encuestas en Youtube y ver anuncios antes de poder entrar en lo que verdaderamente estamos buscando. La atención que prestamos a una sola cosa cada vez es menor y las grandes compañías y los movimientos políticos han sabido aprovecharlo dejándonos pequeñas pistas: sus nombres, su número en el tarjetón, su eslogan y lo que venden en recuadros paralelos que constantemente interfieren en las lecturas, desviándonos de todo aquello que se salga de la fina selección que se ha hecho para cada uno.

Al final, hay algo inmenso en juego, más que nuestros votos o la intención que tengamos. La atención que prestamos a ciertas publicaciones, seleccionadas especialmente para cada uno, no es gratuita. Pareciera que el tema y el candidato se moldean a nuestro antojo, pero no es del todo cierto. Somos los moldeados, la plastilina. El producto más grande que se comercializa en redes es nuestra propia conducta, nuestra consciencia. Quizá no toda acción final (como el voto) responda a la interacción en redes, pero algo más profundo se ha ido transformando de manera lenta y silenciosa: nosotros.

*

Salir a marchar parece anticuado, muchos defienden, en su lugar, lo que me gusta llamar la militancia digital. Desde aquí presionamos, desde aquí denunciamos, desde aquí resistimos, se leyó en Twitter durante el Paro Nacional de 2019. Por un tiempo, Facebook e Instagram censuraron y bloquearon las publicaciones relacionadas con el tema, y la militancia —de pronto— se apagó. Entre todo lo que rodó por redes, cuando volvimos a tener acceso a ellas, vi varias publicaciones en el perfil de un amigo que por mucho tiempo se declaró de “derechas”, en las que defendía la movilización. Las marchas de ese año tuvieron un claro tinte social, y los políticos de derecha las rechazaron rotundamente. Pero mi amigo, que nos escuchó a otros con un poco de impaciencia hablar de derechos e igualdad, era ahora —por lo menos en redes— poco menos que el Che. La fuerza que la movilización tuvo en la calle (que fue sorprendente para un país donde no se protesta) se quedó corta en comparación con la que se vivió virtualmente y que incluso perduró hasta 2021, cuando salir a la calle a protestar era tan peligroso que, en realidad, la mejor opción era militar digitalmente. Nunca le pregunté a mi amigo qué lo había hecho cambiar de opinión. Pero me atrevo a decir que la cantidad de contenido político que apareció en ese tiempo lo abrumó, quizá incluso le molestó y, al final, lo convenció. Lo modificó.

Jaron Lanier, autor del libro Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato (Debate, 2018), dice en un documental de Netflix: “No solo nuestra atención es vendida, el producto es el cambio gradual e imperceptible que sufre tu conducta y tu percepción (...) cambiar lo que haces, lo que piensas, quién eres, ese es el producto”.

Y qué aterrador que funcione a la perfección.

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