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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Sofía Gómez Uribe es apneísta profesional, tres veces recordista mundial.
    Sofía Gómez Uribe es apneísta profesional, tres veces recordista mundial.

Visita a la isla Robinson Crusoe

La apneista colombiana estuvo en la lejana isla chilena donde se forjó el mito de un naufrago milenario. Crónica de un viaje interior.

Sofía Gómez Uribe | Publicado hace 12 horas

Este viaje comienza en Valparaíso, abordando el buque OPV Toro de la Armada Chilena, y con rumbo a la isla Robinson Crusoe. Era 23 de marzo de 2025. Un viaje en un buque de guerra —con una tripulación que no está acostumbrada a llevar civiles— que debía tardar veintiséis horas y terminó en uno de casi cuarenta y ocho por culpa de un axiómetro —instrumento que da a conocer la dirección que tiene el timón— dañado. El retraso me permitió terminar un libro que creía necesario para la ocasión: Las aventuras de Robinson Crusoe; quizá un cliché, pero sentí que me prepararía para lo desconocido. Grande fue mi sorpresa al darme cuenta de que el libro tiene muy poco que ver con la isla original, pues la historia se desarrolla en las costas brasileñas, cerca de la desembocadura del Orinoco. Así que, en vez de prepararme, aumentó mi curiosidad por saber la historia del marinero en el que se inspiró Daniel Defoe para escribir la historia, Alexander Selkirk, y su paso real por Robinson Crusoe.

El colmo de una persona que se pasa la vida metida en el mar es marearse en los barcos... esa soy yo, y aunque he mejorado —he cultivado lo que llaman en inglés sea legs (pies de mar)—, aún me cuesta, entonces viajo con un repertorio de remedios que curan y previenen el mareo. El Pacífico se caracteriza por ser un océano difícil con olas grandes y viajes muy movidos, así que antes de embarcarme tomé una pastilla, comí jengibre, me preparé para pasar muchas horas acostada. Pero el viaje no estuvo muy movido. Pasé muchas horas en el puente —la parte superior del barco, desde donde se maneja—, contemplando la inmensidad del mar que nos regaló momentos hermosos: avistamos ballenas, delfines, aves, leones marinos, muchos tiburones azules —lo cual me alegró profundamente porque un océano con tiburones es un océano sano— y muchísimos peces voladores. Si es que la reencarnación existe, quisiera ser uno de esos peces: ¡poder vivir bajo el agua y poder volar!

El archipiélago Juan Fernández se encuentra a más de seiscientos kilómetros de la costa chilena y está compuesto por las islas Robinson Crusoe, Alexander Selkirk y un islote llamado Santa Clara. Los nombres originales de Robinson Crusoe y Alexander Selkirk son Más Atierra y Más Afuera, nombres que les dio Juan Fernández cuando las descubrió y fueron cambiados en 1966 por una orden presidencial en honor al libro y al marinero. Robinson Crusoe tiene una población de más o menos mil personas que viven en la Bahía Cumberland, en el pueblo llamado San Juan Bautista. Es una población que vive de la pesca de la langosta y también del turismo —aunque en menor medida, pues no es tan sencillo llegar a la isla—. En Alexander Selkirk, que queda a ciento ochenta millas náuticas, también viven algunas personas que dividen su tiempo entre las dos islas, pues se mudan a Robinson Crusoe cuando se levanta la veda de Langosta y se devuelven cuando acaba la temporada.

Aunque esto no es un relato sobre Alexander Selkirk, algo hay que decir del personaje que convirtió en legendaria a esta isla. Era un marinero inglés —en realidad era corsario, una manera “legal” de ser pirata—. Sirvió en un barco corsario que lo llevó al Océano Pacífico en la época de la Guerra de Sucesión Española. Viajaba en el Cinque Ports, a cargo del capitán Stardling. Alex era el segundo al mando y cuando lanzaron ancla en las costas de Más Atierra —después de más de seis meses de travesía tras pasar por Cabo de Hornos, uno de los pasos más peligrosos de navegar— para abastecerse de agua y descansar unos días, se dio cuenta de que el estado del barco era menos que ideal para seguir la navegación. La madera del casco estaba plagada de gusano de barco, un molusco que se alimenta de celulosa y que amenazaba con destruirlo totalmente. Sugirió hacer una reparación antes de seguir el viaje; al capitán no le gustó la idea, pues no lo veía necesario y se armó una discusión entre los dos. Se dice que Alex dijo que prefería quedarse en la isla antes de volver a embarcar. El capitán, siguiendo el deseo de Alex, no lo dejó embarcarse de nuevo. Lo abandonaron con algunas provisiones: un poco de pólvora, un hacha, un cuchillo, un baúl lleno de ropa y una Biblia; esto lo acompañaría durante cuatro años y cuatro meses que pasó en la isla, absolutamente solo.

Parecía que Alex tenía muy mala suerte, pero luego se enteró de que Cinque Ports se había hundido cerca de la costa peruana y que la mayoría de los tripulantes habían muerto, y los que habían sobrevivido, terminaron presos en Lima. El rescate de Alex fue una casualidad, tras casi cuatro años y medio volvió a pasar por la isla una flota británica en la que iba un capitán que conocía a Selkirk. Lo rescataron, se embarcó y, como si no hubiera pasado un solo día en la isla, volvió a ser un corsario. Cuando llegó a Inglaterra se convirtió en toda una celebridad, contó su historia de bar en bar hasta que llegó a los oídos de Daniel Defoe, quien escribió luego Robinson Crusoe. Alex siguió su vida como marinero y murió en África después de contraer fiebre amarilla. Su cuerpo fue devuelto al mar en las costas de Ghana.

Vi la isla cuando faltaban pocas horas para llegar. Es hermoso, después de tantas horas viendo en el horizonte líneas azules, ver por fin a lo lejos algo que quiebra la geometría, que rompe la horizontalidad. El quiebre abrupto se hacía cada vez más grande y cuando estuvimos lo suficientemente cerca se comenzaron a distinguir los árboles, las casas, las personas. Lo primero que me llamó la atención fueron los árboles: pinos y eucaliptos en su mayoría. El bosque nativo está compuesto por árboles de chonta —una palma endémica de la isla que está en peligro de extinción— y sándalo, pero su tala indiscriminada para leña y carpintería hizo que se introdujeran eucaliptos y pinos que han ido cambiado el ecosistema. De ese bosque nativo no queda mucho y para verlo hay que subir a cotas más altas, alejadas de las orillas.

La Bahía está custodiada por cerros altísimos. El más alto es El Yunque, que se eleva a casi mil metros con una pendiente bastante pronunciada. Se siente la imponencia de las montañas al acercarse a la isla y no pude no pensar en Dominica, en sus montañas grandiosas que se elevan desde la orilla del agua y ese contraste del verde intenso con el azul profundo del mar. Las islas tienen un lugar especial en mi corazón. Son el recordatorio de que todos somos tierra, aún en la inmensidad del mar.

En la bahía hay un muelle muy grande, pero el buque no atracó ahí. Fondeó a varios metros y nos llevaron al muelle en embarcaciones más pequeñas. Así como uno se marea en el mar, también puede pasar que después de estar mucho tiempo en un barco, se maree en la tierra, a esto yo le llamo mal de tierra; no lo sufrí esta vez. No quiero cantar victoria, pero creo que mis “sea-legs” están bien formadas ya. Fuimos directamente al centro de buceo, donde organizaban la competencia de apnea por la que había viajado hasta la isla.

En el camino pasé por la plaza central del poblado, que tiene la bandera de Chile, la de la isla y una estatua de unos 5 o 6 metros de Robinson Crusoe hecha en madera. La isla tiene muchas flores, muchísimas hortensias, mis segundas flores favoritas después de los tulipanes. No podía creer el tamaño y los colores que tenían, iban desde el blanco hasta el morado, pasando por el azul —el color viene según la acidez del suelo—, y eran más grandes que mi mano abierta.

El retraso que tuvimos en la partida del buque desde Valparaíso nos obligó a cambiar el itinerario de la competencia. Teníamos que tomar decisiones: entrenábamos en ese momento —tras cuarenta y ocho horas de viaje en barco, mal comer y mal dormir—, o perdíamos un día de competencia para reemplazarlo con el entrenamiento. Se decidió ir al agua esa misma tarde. Me pareció una decisión incorrecta y apresurada, y aunque tenía la posibilidad de no entrar al agua, el Fomo que sufro —fear of missing out (miedo a perderse de algo)— pudo más que mi cansancio, así que me preparé con mi traje de siete milímetros de grosor para enfrentarme a las aguas frías del Pacífico chileno por primera vez en mi vida.

La experiencia de hacer apnea en agua fría es muy diferente a hacerlo en las aguas cálidas del trópico —aunque muchos dirán que dieciocho grados no es realmente frío—. El cuerpo tiene que adaptarse a estas temperaturas, se gasta más energía y es más difícil relajarse; además, usar trajes tan gruesos hace todo más pesado y que el cuerpo flote mucho más; lo difícil es que, al bajar, el traje se comprime y deja de flotar, así que el reto es volver a subir con todo ese lastre; es una cuestión de encontrar el balance entre hacer mucho esfuerzo para bajar —usando poco lastre— o mucho esfuerzo para subir —usando mucho—. Prefiero en estos casos no usar tanto, pero como era mi primera vez en una competencia con estas características, cometí errores. Usé dos kilos de más en las primeras inmersiones y lo sentí en todos los músculos. Tras haber calibrado bien el lastre, pude disfrutar mucho más de los momentos bajo el agua.

Después de pasar los primeros minutos del choque con el agua fría, supe. Hacía apnea en una isla que hasta hace muy poco desconocía. Estaba disfrutando del azul profundo y encantador que me llama todas las veces y me invita al silencio, a contemplar mi vida despojada de toda terrenalidad.

El hotel donde me hospedé estaba al frente del mar, así que disfruté del sonido de las olas rompiendo en la costa todas las noches. Desde el balcón se veía el amanecer, que estando en esas latitudes, era bastante tarde. Ya estaba llegando el otoño a Chile, el sol salía a las 8 de la mañana, algo que sigue siendo atípico para mí, una mujer tropical. Que amanezca tan tarde hace que levantarse de la cama sea mucho más difícil y con frío, muchísimo más...

Las mañanas estaban llenas de colibríes; tuve la fortuna de ver al picaflor de Juan Fernández, que es endémico de la isla y está en peligro de extinción —y que además me habían dicho que era muy difícil de ver en el poblado—. Es también el colibrí más grande que he visto nunca. Como diría un amigo, no es colibrí, sino pollibrí. El macho es rojo y su coronilla es iridiscente entre negro, rojo y amarillo, la hembra es más pequeña, de color blanco por el vientre, verde oscuro por encima y la coronilla también iridiscente azulado. Los colibríes son mis aves favoritas y podía quedarme horas contemplándolos, tratando de convencerlos de que fuéramos amigos. Me encanta los sonidos que hacen, me gusta observarlos volar, comer y posarse a descansar en las ramas de árboles y arbustos. Me imagino sus corazones latiendo rápido y pienso en la cantidad de néctar que consumen para mantenerse vivos.

No había que alejarse mucho de la orilla para encontrar un mar lleno de vida. Hay algo especial de nadar entre muchos peces pequeños. A primera vista, no parece existir orden en los movimientos de la vida marina, como si no hubiera pensamientos detrás de esos ojos brillantes que te ven asustados, pero al observarlos de verdad encontramos la conexión entre cientos de peces que nadan en armonía y que huyen de ti, pero que al mismo tiempo buscan refugio en ese cuerpo grande que está en el agua. Robinson Crusoe es el hogar de miles de lobos marinos endémicos llamados Lobos finos de Juan Fernández, compartí con ellos su hábitat, y aunque no son tan juguetones como otros lobos marinos, por ejemplo, los que se encuentran en Baja California o en las Galápagos, siguen siendo animales curiosos por naturaleza, la clave es esperar a que se acerquen y no invadir su espacio personal. Es un juego de paciencia —¿cuál no?—, que vale la pena jugar.

Las caminatas en la isla siempre incluyen un ascenso empinado, una que hice fue al mirador Salsipuedes. Subí desde la bahía por una calle muy inclinada hasta el comienzo del bosque, de ahí caminé unos veinte minutos hasta llegar a la cima del mirador, desde donde se ve toda la bahía, el otro lado del mar y El Yunque —desde otra perspectiva—. Hacía mucho frío y el viento soplaba con fuerza, pero logramos unas tomas con dron dignas de un documental de naturaleza. Tomé unos minutos para sentarme en silencio y contemplar la inmensidad del océano, la belleza de la isla y la fuerza del viento que soplaba y amenazaba con llevarse mi gorra.

El camino hacia el aeropuerto fue también una aventura. La pista está al otro lado de la isla y hay dos maneras de llegar: caminar por seis horas con las maletas a lomo de mulas, o tomar una lancha. Si el mar está fuerte, no hay de otra que caminar. Aunque había pasado una tormenta el día anterior, logramos salir en lancha, eso sí, con la protección adecuada para no llegar empapados al avión. Después del viaje de 40 minutos, llegamos a una bahía de la que no recuerdo el nombre, pero que estaba llena de lobos marinos, casi todos cachorros. Nos recogió una camioneta de platón. Antes de llegar nos desviamos hacia un mirador y tuvimos unos minutos para contemplar el otro lado de Robinson Crusoe. Totalmente distinto a la bahía Cumberland, este lado parece un desierto, no hay árboles ni arbustos ni pasto, es totalmente árido, con unos acantilados espectaculares. A lo lejos se veía El Yunque. Me acerqué lo más que pude a la orilla del acantilado para observar el mar. Abajo las olas rompían fuerte, en contraste con la calma de las olas de la bahía. Alcancé a ver un par de lobos marinos jugando en la espuma blanca, bueno, no sé si jugaban.

Se podrán imaginar el tamaño de los aviones que llegan a la isla, aviones para seis pasajeros. Si mis sea legs están formadas mis small-airplaine-legs no lo están en absoluto. El viaje —que solo tomó dos horas, comparadas con las cuarenta y ocho del viaje de barco— me mareó más que todas las horas en el mar. Por distribución de peso tenía que ir en la parte de trasera del avión: en la silla de la puerta, sin ventana, o en la silla del frente, con ventana. No fue una elección difícil: ventana. Pero el frío afuera lo congeló todo y terminé alzando la mirada para ver por el parabrisas de la cabina de mando.

El día en que llegué a Santiago, antes de partir hacia la isla, estaba haciendo tanto calor que no parecía que hubiera comenzado el otoño. Le dije a mis amigos que soñaba ver las montañas nevadas, me dijeron que tendría que regresar más entrada la estación, o tal vez volver en invierno. Para mi grata sorpresa, el día anterior del vuelo de regreso había nevado arriba en las montañas y por el parabrisas pude contemplar el mar azul y la cordillera nevada. No es que no vaya a volver a visitar a mis amigos, pero sentí mucha felicidad de ver algo tan hermoso. Hay algo especial en ese contraste de las montañas altas nevadas que están cerca al mar. Esta escena me recordó la vez que pude ver desde otra ventana de avión La Sierra Nevada de Santa Marta y el Mar Caribe, una escena que llevó en la mente y me emociona recordar.

Hace un tiempo me prometí no perder la capacidad de sorprenderme, de encontrar belleza y armonía incluso en las situaciones más cotidianas de la vida. Sentía que se me estaban volviendo paisaje todos estos lugares increíbles a los que tengo la fortuna de ir. Así que todos los días me siento a contemplar un ratico mi vida y la vida: las plantas del jardín, una flor bonita en las jardineras afuera del complejo acuático, lo bonito que se ve el edificio Coltejer con las banderas de Colombia y Antioquia ondeando, encuadrando esta ciudad que quiero tanto.

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