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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • El párpado perplejo

El párpado perplejo

Diego Agudelo | Publicado

La imagen llena el campo de visión de la cámara en un encuadre específico, un plano general en el que se inaugura el lento acercamiento hacia el detalle en un movimiento operado mecánicamente por personas de quienes no se nota ni la sombra, entrenadas en el arte de sser invisibles, inaudibles, leves, y escindidas después —cualquier rastro involuntario, el mínimo ruido accidental— en la sala de edición donde se termina de precisar la ilusión de movimiento continuo, de discurrir ininterrumpido, de surfear vertiginoso sobre la flecha del tiempo, una de las principales virtudes de un plano secuencia: técnica coreográfica del cine, despliegue sincronizado de acción continua que demanda de los actores una mezcla volátil de ensayos arduos, repeticiones desquiciantes e improvisación, para ensamblar historias con cierta textura de lo real, con la promesa de mostrar algo captado tal y como cada uno capta la vida, saltando entre rostros de expresiones honestas filmadas al instante, personajes transitorios y situaciones entrelazadas en una aleatoriedad que no da espera, pues la mirada subjetiva sobre la que se desplaza el plano secuencia no tiene el don de la ubicuidad y, por lo tanto, deja ver una paradoja: la continuidad de la mirada se sostiene aunque todo lo observado esté lleno de interrupciones y sean siempre fragmentos de fragmentos, frases incompletas, acciones que se filman in media res, tramas expresadas por fuera de la linealidad dramática, pues cada momento narrado alberga de manera simultánea el tono de un inicio y el de un desenlace; no importa si la sucesión de eventos es vertiginosa como en la película Victoria (2015) —thriller criminal en la noche berlinesa—, o si la arquitectura de un apartamento en Manhattan debe implosionar para permitir el libre tránsito de la cámara, como en La Soga (1948), experimento en el que Hitchcock fingió la acción continua de una cena macabra para demostrar que la culpa no se puede fingir; aunque si hablamos de planos secuencia reales, deberían dejarse en el tamiz los que ocultan cortes sutiles y desvanecen las costuras con la edición para dejar pasar solamente a esos ejercicios suicidas de malabarismo escénico en los que la cámara solo se detiene cuando roza alguno de sus límites: o el metraje de la cinta, finito para desgracia de los cineastas, quienes podían concebir a lo sumo 50 segundos de secuencia, como en ese experimento inaugural al que Murnau se atrevió en 1927 —un hombre solitario camina entre la niebla de un pantano al encuentro de una mujer portadora de misterio—, o ese otro límite establecido por las páginas del guión, en el que la cámara debe grabar desde la primera línea hasta la última, como lo pretendió en cada uno de sus cuatro episodios la serie Adolescencia (2025), fenómeno de viralidad reciente y méritos aplaudidos por la hazaña de los actores, por el recuento de las tomas necesarias para lograr el episodio perfecto —hasta 16 veces se repitió la grabación del cuarto capítulo—, por la singularidad de una cámara sometida a una carrera de relevos: salta entre las manos de los operarios, se conecta a vehículos modificados, se infiltra en espacios de estrechez imposible o se conecta con drones que la elevan en tomas aéreas para describir parábolas precisas que desembocan en el gesto de redención de un padre herido; celebrada la serie también por la emotividad desbordada en las escenas, lo cual deja en evidencia una apropiación dolorosa de la historia por parte de cada actor y actriz, un orbitar lacerante alrededor del sentido, ese centro de gravedad del que no se puede escapar cuando se cuenta bien una historia y cuando en una historia hay otro centro de gravedad diluyendo muros y flota, en apariencia, pars persiguir una respuesta a partir de fragmentos succionados por un párpado perplejo: la cámara, que en esta técnica de acción ininterrumpida se nos ofrece a quienes estamos del otro lado, estáticos en el sofá, como un ente simulando la persecución invisible de algún dios que sólo llega a morir en ese fundido a negro equivalente a un punto final.

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