Pablo Montoya: el que ganó los premios Rómulo Gallegos, José Donoso, Casa de las Américas; el que ve muertos; el que toma gotas homeopáticas; el que enferma de época en época; el flautista; el profesor; al que se le caía la piel en 1990; el que le dedicó un libro a un cuñado asesinado; el padre de dos mujeres; el hombre que no habla con su familia; el escritor de siete libros de cuentos, cuatro libros de ensayos, seis poemarios y seis novelas; el que sufre de un delirio de persecusión editorial; el inentendido; el columnista que arrasa con sus maestros y colegas contemporáneos; el hombre que siempre prefiere comer pescado; el experto en Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier. ¿Quién lee a Pablo Montoya?
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En Nicaragua, Pablo Montoya estaba alojado en el segundo piso del hotel Nacional, durante cinco días se pasó escribiendo su novela La escuela de música. Solo bajaba para desayunar, almorzar y comer; nunca estuvo en un coctel, solo le preocupaba terminar la novela. Evitaba el roce, las muchas palabras. Era 2017 y lo habían invitado al festival literario Centroamérica Cuenta para hablar de Tríptico de la infamia, su novela más premiada. Habló también sobre Albert Camus e hizo unas cuantas citas en perfecta pronunciación francesa. También compartió en una charla con el cronista Alberto Salcedo Ramos y el cantante nicaragüense Hernaldo Zúñiga, una especie de Carlos Vives centroamericano, programada para la noche del 4 de julio. Justo en el almuerzo de ese día Pablo me dijo que tendría una charla fallida porque su conocimiento musical era muy preciso, solo escuchaba y sabía de música clásica, en cambio Salcedo y Zúñiga se interesaban por los ritmos populares y folclóricos.
Esa noche fue el primero en hablar y dijo: “Yo en esta charla soy un poco extraño. Se darán cuenta por qué en el transcurso de la conversación”. Había conocido a Pablo meses antes y quería saber por qué uno de los escritores colombianos más celebrado internacionalmente de los últimos años, ganador de premios como el Rómulo Gallegos, el José Donoso y Casa de las Américas, era casi un desconocido en Colombia, poco mencionado por sus colegas, que parecían ignorarlo por asuntos que pasaban de la envidia al desinterés.
Me había encontrado con Pablo Montoya por primera vez en enero de 2017. Vivía entonces en un conjunto residencial del barrio El Dorado de Envigado. Era un mediodía de pleno cielo azul y en el aire había un olor a costa Caribe. Pablo vestía lo que parecía un pijama azul y estaba acompañado por su hija Eloísa, que por entonces no tenía más de cuatro años y agitaba con fuerza un iPad. “Estos niños solo ven videos de Youtube que yo no entiendo”, dijo Pablo y se sentó en el comedor, donde minutos después sirvieron una sopa de pescado. Atacamos el pescado, Pablo con destreza de cirujano, y hablamos de sus clases en la Universidad de Antioquia. Pasaba por entonces un año sabático para terminar de escribir una de sus novelas, mientras tanto trataba de que Penguin Random House le publicara Un róbinson cercano, un libro de ensayos sobre literatura francesa del Siglo XX. Sus manos largas y huesudas, que revelan sus años como flautista, se movían por el pescado con agilidad. Su hija seguía jugando en el iPad mientras la mujer que ayudaba en la casa le hablaba de la comida. Le pregunté por los premios.
—Los colegas y los medios se han portado conmigo muy mal. Pero eso no es de ahora. Cuando yo vivía en Francia me reuní con Mario Jursich y le pedí que me permitiera enviarles textos, ensayos, me dijo que sí. Resulta que a los pocos meses empecé a enviarle algunos (que luego reunió en Un Róbinson cercano) y nunca me respondió. Lo mismo ha pasado con los premios.
Pablo dijo que no entendía muy bien a qué se debía la animadversión, el desinterés.
—Desde que empecé a escribir mis primeros cuentos, que eran sobre obras de la música clásica, los amigos me decían que estaba equivocado, que la literatura colombiana tenía que hablar de la violencia, el abandono, la guerra, los desplazados. Era muy joven, estudiaba licenciatura en Tunja. Pero he sido firme en mis convicciones.
Cuando nos despedimos, Pablo dijo que le rondaba en la cabeza escribir una novela sobre los desaparecidos de Medellín. Al parecer, las maneras de hablar del espíritu violento colombiano, hasta entonces abordado de manera lateral, se le empezaban a agotar.
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Pablo Montoya Campuzano nació en Barrancabermeja en 1963. Era hijo del próspero médico José Montoya, que después de tener varias farmacias y reses de ganado quebró de manera estrepitosa. Su madre, Mariana Campuzano, se encargó de convertirlo en un lector: le enseñó pequeñas historietas de cómics y lo cuidó como un tesoro, le señaló que él era la esperanza de una familia en bancarrota. Recibió, por el dedo señalador de la herencia, una vocación: ser médico. Recuerda de aquellos años a su padre desgastado por la profesión, alcohólico y amargado.
Nos vimos en un restaurante de pastas. Pablo venía con una maleta que le atravesaba la espalda. Vestía de blanco. Recién había llegado de Ecuador, donde estuvo hablando de Tríptico de la Infamia. Conversamos un poco sobre la fama de Héctor Abad Faciolince:
—Mira que mi papá también era médico y conocía al papá de él; mi papá fue un médico cirujano y fue asesinado no por paramilitares, sino por delincuentes comunes. Él presenció el atraco de un amigo y trató de volarse. A mi padre lo mataron en 1985 de un balazo; padeció durante casi dos meses porque la bala le atravesó los dos pulmones. Mi padre era un fracasado, alcohólico, fumador. Tuvo un sino complicado, porque él era médico, logró estudiar el colegio y la universidad becado; imagínate que en el mosaico de bachilleres aparece al lado del expresidente Belisario Betancur. Él tuvo fortuna hasta que un amigo lo robó en Barrancabermeja. En ese momento se vino para acá y abrió un consultorio privado y ahí trabajó y vivió desde 1968 hasta 1985 cuando lo mataron. Era mal negociante y hasta sus hijos le daban en la cabeza. Entonces son como dos vidas muy parecidas la de Héctor y yo, dos padres asesinados por la violencia, él un escritor en el exilio, igual que yo, los dos traductores. Pero él asume el periodismo y yo la academia, ahí está nuestra diferencia. Es una diferencia radical.
Pablo cuenta la historia como si se tratara de un recuerdo ya borroso, como quien no habla de sí sino de una película, o de un libro. Ha decidido que su historia está aparte. Poca relación tiene con sus hermanos, con su pasado. Su interés es puramente literario o académico, en lo que algunos consideran una pose. En ese almuerzo hablamos de los escritores modernos, de la autoficción, pero él volvía siempre a los clásicos, a los rusos, a los griegos, a Carpentier, a Victor Hugo, a Carrasquilla.
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