Al saludo respondió con firmeza: “lo más de bien hombre... aliviados y trabajando mucho... qué voleo tan bravo... no te imaginás...” .
Asintiendo la contraparte dijo: “es mejor que haya y no que no haya... imagínese uno silbando Mal hombre en la casa sin trabajo... de brazos cruzados... se enloquece uno...”.
El primero dejó claro con sus palabras y sus gestos, el aire de importancia y reconocimiento que quería recibir por su capacidad laboral y productiva. Era evidente su necesidad por sentirse útil, casi al punto de autodefinirse indispensable. La imagen que lograban sus palabras en una persona con imaginación era la de un piñón de un engranaje fundamental que apalancaba el movimiento en un sistema mecánico mucho más complejo. Sin éste, el mecanismo no transmite potencia.
Un antropólogo –un par de milenios adelante (año 4021)–, lo definiría como un “homo productivus”. En sus notas escribiría: Individuo de cerebro completamente desarrollado, hábil usando máquinas y herramientas adquiridas bajo reglas de mercado. Utiliza su tiempo intentando maximizar su productividad para un sistema económico dominante. Entiéndase productividad como la capacidad de lograr medios económicos para procurarse alimento, vivienda y lujos”.
Profundizando en sus estudios, este antropólogo se cuestionaría por qué al “homo productivus” le costaría tanto la inactividad. No sentirse útil. Tenía evidencia de que la mayoría de los individuos estudiados en esta época, al no estar procurándose los medios para lograr más ingresos, se sentían incómodos al descansar, al regalarse tiempo para sí mismos.
Analizando sus datos, y después de simplificar su modelo para explicar la forma como ha mutado el comportamiento humano, dibujaría una gráfica para representar la relación entre la vida activa y la vida contemplativa.
En el numerador –la vida activa– buscaba representar los esfuerzos necesarios para tener un estándar de vida aceptable en el contexto sociocultural del momento histórico en que vivían los humanos: tiempo invertido en trabajo o con el pensamiento volcado hacia él.
En el denominador –la vida contemplativa– representaba el tiempo invertido para apreciar y observar las cosas. Para pensarlas y entenderlas. Para relacionarse con el mundo y comprenderlo. Se daría cuenta este antropólogo de que, en otro momento histórico, finales de los siglos XX y principios del XXI, curiosamente lo llamarían el tiempo inútil.
Continuó con su ejercicio y se sorprendió al graficar los resultados. Siendo una relación como lo definió, los valores por encima de uno indicarían que se valoraba más la vida activa (i.e., la capacidad de producción y la actividad laboral), respecto a la vida contemplativa (i.e., ser y estar). Por el contrario, los valores por debajo de uno indicarían que la contemplación, el observar en silencio y el apreciar los momentos vividos para relacionarse con el mundo y comprenderlo mejor eran más valorados que producir.
En el eje de las abscisas (la x) representó el tiempo. En los siglos XVII y XVIII, la curva empezaba con valores menores que uno, Descartes, Spinoza entre otros, motivaron el observar y pensar. El dejar de lado la teocracia para dar lugar al pensamiento propio. Con la industrialización, la producción se hizo prioritaria. Los siglos XIX, XX y parte del XXI, invirtieron la relación con una pendiente acelerada en la gráfica. La actividad laboral fue lo más valorado olvidando progresivamente esa necesidad humana de relacionarse con el mundo para entenderlo mejor (Steiner). Alcanzó su pico a mediados del siglo XXI para luego comenzar un descenso progresivo en el que ambas dimensiones, la vida activa y la vida contemplativa se igualaron en magnitudes.
Era curioso cómo el exceso de laboriosidad y productividad del siglo XXI, logró una saturación de la productividad y con esto indujo que se igualaran las importancias relativas de las dos vidas. Había logrado equiparar los impulsos para que el “homo productivus” diera paso al “homo felicis” que es como se definía el individuo humano a partir del siglo XXII.