Es un libro corto. Se lee con afán de devorarlo. Con gula. Un sentimiento contradictorio. Generar una curiosidad morbosa por saber más mientras cultiva un rechazo natural a creer que es cierto.
Tiene una magia y es que permite vivir escenas desde diferentes ojos, estar en el mismo lugar ocupando las personalidades de varios involucrados: a favor, en contra, indiferentes, observadores pasivos y los activos también.
Más curioso aún es que con su lectura no se identifique un culpable. Por el contrario, permite entender. Gran atributo.
Lo escribió Alonso Salazar, exalcalde de la ciudad de Medellín, lleva casi 3 décadas publicado y sigue vigente. No porque vaya en la ruta de convertirse en un clásico como Mann, Dickens o Tolstoi. Más bien porque en esas tres décadas la situación ha permanecido. Y acá un atributo para destacar: en Medellín ha habido alcaldes que tienen este nivel de detalle, conocimiento y acercamiento a la realidad de la ciudad. Algo valioso a la hora de tomar decisiones a favor de todos.
“No nacimos pa semilla” cuenta la historia del conflicto en Medellín. El origen de la última ola de violencia que nació en los 70´s y 80´s. La misma que se extiende hasta hoy. Uno que vale la pena leer para entender la realidad histórica y actual. Extensible al contexto nacional, cuenta dolorosos y vívidos relatos de vidas humanas consumidas en esa historia. Permite no juzgar; por el contrario, entender, las causas y azares.
Lo más valioso de la lectura es la reflexión final. Con el sufrimiento que se vive al leerlo permite con hombros cansados, cabeza inclinada y pensamiento reflexivo llegar a tres conclusiones.
La primera. Es necesario redefinir los modelos a seguir de la infancia. Dibujarles personajes capaces de construir, valorarse y valorar a los demás. Una niñez que sepa que se puede y se logra. Con esfuerzo por supuesto –nadie dijo que sería fácil–. Pero que dé garantía de que ningún contexto geográfico o social limita las oportunidades. Eliminar el pesimismo y el fatalismo de una condición que por accidente sucede: nacer en un lugar y una familia.
La segunda. Lograrlo implica generar condiciones laborales que permitan vencer la inercia de la ideología cultural actual: (i) dinero fácil y para gastar, (ii) imágenes estereotipadas de éxito basadas en adquisiciones innecesarias, (iii) publicidades que tergiversan la idea de felicidad y aceleran el ritmo de vida. Es decir, generar empleos que permitan indistintamente desarrollar habilidades técnicas y cognitivas, ojalá las artísticas también –esas que humanizan y suprimen la violencia–. Trabajos que les den a las familias los argumentos para tener cenas familiares conversadas, inspiracionales. Recordar que “cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana”.
La tercera. Distribuir geográfica y homogéneamente esos trabajos por toda la ciudad. Las pequeñas y medianas empresas deben conquistar todos los barrios de las ciudades que habita. Con esto, lograrán: acercar las personas a sus trabajos (que los niños vean a sus padres salir a trabajar y los admiren por ello), con ello agregarles calidad de vida al restar tiempo a los desplazamientos. También fortalecer el valor de las instituciones. Como se dice coloquialmente: “nadie patea la lonchera”. En sano juicio nadie juega en contra de quien le procura medios para crecer en lo económico, social y cultural. Finalmente, se habita un espacio que normalmente es deshabitado por el Estado. Una responsabilidad que podría asumir el sector productivo.
Ese jugo de posibilidades logrará convencer a las personas de que el status quo puede cambiar. Que se pueden acabar los círculos innecesarios de pobreza que inducen violencia familiar, consumo de drogas y violencia en las calles.
Curiosamente son las empresas las que pueden ponerle freno a ese proceso de degradación social.