Por ana cristina restrepo j.
Una fuente directa recuerda que en un consejo de redacción de la revista Semana, tan pronto se supo del secuestro de Jineth Bedoya Lima, una colega (¡mujer!) comentó: “¿Quién la manda a meterse sola por allá?”.
El pasado 15 de marzo, en la audiencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) por el caso de Bedoya, el director de la Agencia Jurídica del Estado, Camilo Gómez, presentó una queja para recusar a los jueces por “prejuzgar a Colombia”. Y, en un acto sin precedentes en ese tribunal en Suramérica, se retiró.
El 25 de mayo del 2000, cuando la reportera investigaba la guerra interna en La Modelo, fue secuestrada y violada. Torturada. La Cidh concluyó que las agresiones tenían relación directa con su profesión, halló indicios de la participación de agentes estatales y señaló que los estereotipos de género influenciaron las acciones de la Fiscalía.
La violación (“violencias sexuales”, para abrir el abanico de la bestialidad) no es un “efecto colateral” del conflicto. No puede ser reducido a un asunto “transversal a otros delitos”. No puede seguir siendo un acápite del horror: es una práctica sistemática y planificada que destruye a seres humanos y sus entornos. ¿Cómo dimensionar el infierno que ha vivido doña Luz Nelly Lima?
La violación tiene un impacto diferenciado, simbólico, en las sociedades patriarcales. Dice el informe “Basta Ya”: “La culpa y la vergüenza son sentimientos cuya presencia mortifica la vida de las víctimas. Es el caso de las mujeres que fueron víctimas de violencia sexual; de los hombres que se sintieron «incapaces» de proteger a sus familias [...]”.
Para la RAE, una de las acepciones del verbo “violar” es: “Tener acceso carnal con alguien en contra de su voluntad o cuando se halla privado de sentido o discernimiento”. No profundizaré en el Código Penal, sus sesgos machistas en el texto y en su aplicación.
¡En doce ocasiones, Bedoya tuvo que reconstruir los hechos ante la justicia!
De acuerdo con “Basta Ya”, al violar los paramilitares buscaban: (1) atacar a las mujeres por su liderazgo; (2) destruir el círculo afectivo de los enemigos; (3) “castigar” conductas transgresoras o ignominiosas desde la perspectiva de los actores armados; (4) violencia sexual articulada a prácticas culturales, y (5) generar cohesión entre los integrantes de sus filas y el afianzamiento de sus identidades violentas.
El Ejército y la Policía, también culpables, acusan una responsabilidad superior porque la Constitución les ordena protegernos. ¿De quién provienen las órdenes de “obra” u “omisión”? ¿Hasta cuándo las pesquisas estancadas en los “autores materiales”?
Y las extintas Farc, ¿qué?
La Jurisdicción Especial para la Paz investiga siete macrocasos. El más reciente es el reclutamiento de niñas y niños en el conflicto. Los delitos sexuales: omnipresentes. Y el macrocaso 08, de violencia sexual, ¿para cuándo?
Esta condena no se trata solo de Bedoya (ella lo supo bien desde la creación de #NoEsHoraDeCallar, y que el Estado debe financiar en acato a la Cidh). Va más allá de la libertad de prensa. Toda la sociedad colombiana está obligada a desterrar una cultura que en el lenguaje, los poderes del Estado, sus leyes y su aplicación, sus costumbres (desde el incesto hasta las relaciones con menores de edad) y en el ejercicio mismo del periodismo ha asumido la violación como un “efecto colateral” del conflicto... cuya perpetuación no es más que el triunfo del patriarcado