En este lugar florece el silencio. El silencio que sirve para combatir el hiper-individualismo de esta época (libro: La era del vacío, Gilles Lipovetsky). Ese que ensalza los méritos individuales, comprar o comer compulsivamente para saldar la ansiedad, escuchar música a todo volumen para aislarse del planeta, desvincularse de las causas comunes para defender las propias.
En este lugar, se procura el silencio que ayuda a contrarrestar ese individualismo que hace soñar con ser héroes familiares al encontrar soluciones económicas inmediatas, ser galán de novela televisiva por contar con ciertos medios o credenciales, o ser ídolo profesional por sobresalir súbitamente. Una expectativa más común de lo que muchos reconocen, pero que demuestra ese afán individualista de nuestra época.
En este lugar, florece el silencio capaz de superar el tribalismo que se cultiva con el hiperindividualismo. Ese comportamiento en el que las personas buscan la pertenencia a un pequeño grupo para sentir la aceptación, porque en esta era, como sugiere David Brooks, es cada vez más difícil sentirse satisfecho y satisfacer a los otros (libro: The second mountain). Así, en el individualismo actual, la pertenencia a un grupo afín ofrece un opiáceo a la conciencia. Un alivio de hacer parte y por ende, estar en una frontera segura.
Sin embargo, ese tribalismo divide aún más socialmente. En este lugar, donde florece el silencio y las reflexiones que produce, se reconoce que no se trata de oponerse a los otros, sino de ayudarse todos entre sí. Que no es cuestión de defender la camiseta de un equipo a muerte. Por el contrario, se trata de defender el buen fútbol y estar en esa generosa capacidad de reconocer cuando el rival merece el gol que consigue. La hazaña está en las capacidades del jugador que las logra. O mejor que eso, que no es cuestión de defender un partido político o la persona que lo representa (caudillismo); sino por el contrario, las políticas públicas que se plantean si ofrecen un mejor resultado para todos.
En este lugar, a medida que florece el silencio, se aprende a escuchar. A distinguir ruidos de sonidos, gritos de susurros, sentencias de sugerencias. A medida que el silencio conquista terreno, se aprende a reflexionar mientras se escucha. A identificar armonías, tonos, claves, acordes, compases. A interpretar lo que se escucha, aunque no necesariamente se entienda. En pocas palabras, a sentir empatía. A ponerse en los zapatos del otro, porque mientras se escucha en silencio, se reflexiona sobre la propia posición.
En este lugar donde florece el silencio, la música ayudó a dominar, apaciguar, enardecer o cultivar las voluntades de muchos. Fue el silencio el que logró que todos se escucharan mutuamente para experimentar emociones de terceros y ponerse de acuerdo. Para no defender intereses individuales, sino los que priman para todos.
En este lugar donde florece el silencio, fue la música la que sacó a flote los verdaderos héroes de la ciudad. Opacó aquellos hechos de pirita, ese mineral conocido como falso oro, hechos con afanes de dinero rápido, para enaltecer a los héroes que se cultivaron a pulso y con disciplina. No para empuñar armas, sino elementos mucho más poderosos: instrumentos musicales. Para no generar caos sino armonía. Para no acabar súbitamente sueños, sino por el contrario, crear sentimientos profundos, sueños que trascienden los propios.
Una orquesta filarmónica conquistó este lugar donde florece el silencio para hacerlo un ecosistema vivo donde todos se apoyan, donde los ídolos son los que defienden el trabajo bien hecho. Donde los mayores índices de homicidios del mundo quedaron atrás y dieron paso a una de las mejores ciudades para vivir.