Fueron casi cincuenta años de violencia injustificada los que enceguecieron el país en la segunda mitad del siglo XIX. Primero superponiendo una Carta Magna a la otra (1863 vs. 1886). Luego en una apasionada guerra, no de 1000 sino de 1130 días, que dejó el saldo de defunciones más alto de la historia nacional, hiperinflación y una flaca economía. Pasarían otros 50 años de la primera mitad del siglo XX y lo que se conoce como el Bogotazo, para dar inicio a una segunda oleada de la misma Violencia (esta vez con V mayúscula), o los mismos argumentos, con diferentes actores. Una actitud heredada. La peor herencia: “usted es de un lado y yo del otro”.
Enceguecidos como estaban los actores del conflicto de la Guerra de los Mil Días, se perdió de vista entre discusiones inocuas lo que algunos mantuvieron como sueños de libertad entre cejas. Pocos y silenciosos, pero todavía constantes, se abstrajeron de esas deconstrucciones violentas. Firmes con su norte en lograr metas concretas defendieron un espíritu empresarial. El salvavidas nacional.
Intercambiaron cartas con países que no estaban en guerra sino buscando un futuro próspero en la industrialización. Conscientes de la necesidad de crear empleos de buena calidad no necesariamente para su beneficio individual; sino buscando el bien colectivo, de forma que pudieran ofrecer a sus connacionales medios para crecer en lo económico, y con esto a su vez, en lo social y cultural. Una semilla –el empleo–, para detonar un cambio robusto y sostenible en Colombia.
Cartas de caligrafía pulida, en traducciones seguramente torpes pero suficientes para entenderse, viajaban como correspondencia entre Londres y Nueva York, principalmente. Todas dibujando sueños tecnológicos al mejor estilo de Julio Verne en sus historias más locas.
El primero de esos sueños, permitió dibujar líneas férreas en mapas topográficos en las que máquinas a vapor rugían al ritmo que consumían carbón. Locomotoras que movían grandes toneladas de carga y pasajeros eficientemente. Una dinámica sólida para generar empleo, explotar minas de carbón y producir académicos e ingenieros necesarios no solo para la construcción del ferrocarril; sino también para la economía que se dinamizaría con la exportación de productos agrícolas (café, algodón). O mover cemento.
Una ley del Congreso de la República de 1835 allanó el camino para las vías férreas nacionales, y sólo hasta 1855 funcionó la primera de ellas entre Panamá y Colón (en parte gracias a EE.UU. como respuesta a la fiebre del oro en California antes de lograr su ferrocarril de costa a costa). Vinieron otras después para agilizar el tráfico de carga y pasajeros en la costa Caribe (1871), y luego Buenaventura (1882), Antioquia (1885), Bogotá (1889), Santa Marta (1906), Girardot (1909), Cali (1915), Ibagué (1916). Y como lo propondría Pedro Nel Ospina en 1922, crear esa red nacional de ferrocarriles.
Silenciosa, la industria ferroviaria, se alejó de las diferencias ideológicas, dejó colores de lado y dio pie al sustento que necesitó el país para permanecer unido en el periodo de guerra más difícil de su historia. Tanto así, que le fue útil para restaurar y revitalizar su economía después de la Guerra de los Mil Días. Invertir el flujo migratorio de quienes huyeron de ciudades al campo para cuidar sus vidas y en cambio, comenzaron, gracias a ese ideal que enunció quien asumiera la Presidencia de la República de Colombia en 1904: “menos política y más administración”, buscar unir esfuerzos para reunir lo que por cuenta propia se había dividido. El sector empresarial y productivo nacional se mantuvo unido y sirvió de aglomerante para reconstruir lo que hoy parece ser una (segunda) patria boba.
Las mismas cartas que permitieron soñar con el ferrocarril, también permitieron pensar en cables de cobre que cruzaban el aire entre postes y que zumbando hacían viajar ondas electromagnéticas por un tendido eléctrico hasta darles luz a las calles de los barrios de algunas ciudades principales, casas, comercios y fábricas. Otra historia.