Comparten una suerte similar a la de muchos. Apretados en ingresos, más de lo que se imaginaron nunca. A corto plazo lucen inciertos, intermitentes. A largo plazo, mejor no pensar. Cada día con su afán.
Todos pensando cómo llegar a la otra orilla de este evento. Sin tener claro qué tan larga será esta apnea que va dejando sin oxígeno día a día.
Angustiados con la adversidad del escenario. El individual, sus vidas personales (emocionales y profesionales). Por supuesto el de sus familias, ese círculo cercano que depende de ellos o en el que ellos contribuyen.
También inquietos por el colectivo del que hacen parte, porque su formación profesional les ha permitido desarrollar una sensibilidad empática para unir sentimientos internos con externos y en eso, descubrir la belleza de las cosas. Y así, estos personajes también piensan en el barrio, la ciudad. Más aún, en sus estudiantes que tienen caras y nombres propios. También en sus escuchas, caras más efímeras, pero que en ocasiones, sin saber cómo agradecer, ofrecieron mango en tiritas (con sal y pimienta) para corresponder la emoción que les despertaron. Un grito que valió oro: “Maestro, me alegró el día, no tengo más que ofrecerle que mi trabajo”.
Por su personalidad, expresiones como esa son el motivo de sus esfuerzos diarios. Esa fuente de energía para madrugar a practicar con sus instrumentos. Para dominarlos con la disciplina de la práctica. Para unir la capacidad de la interpretación de una lengua escrita, con una habilidad física capaz de traducir ese pentagrama en una emoción transparente para quien escucha. Para quien quiere anular su voz para que la música hable.
Ese ánimo de exteriorizar eso que en palabras no se logra decir en ningún idioma, y que solo un instrumento musical puede hacerlo, es lo que lleva a estas figuras a convertirse en otro instrumento. Uno humano capaz de traducir los sentimientos de un compositor de música, en unos movimientos mecánicos muy delicados y precisos para lograr expresar emociones.
En su cotidianidad, no gritan, a veces ni susurran. Si pudieran, simplemente callarían porque saben por su oficio que el silencio es muy elocuente. También aprendieron que únicamente cuando fuera estrictamente necesario, emitirían un sonido, y de hacerlo, preferirían darle la oportunidad a su instrumento antes que a las cuerdas vocales. En palabras de Ana Cristina Abad, directora administrativa de Filarmed (@Filarmed), “una orquesta es el ejercicio perfecto de la democracia”. Cada uno sabe cuándo participar y de qué manera hacerlo para lograr la armonía. Todos siguen al director. Estos seres atípicos, en muchos casos subvalorados y desconocidos como artistas, saben y enseñan a vivir en comunidad.
Formaron su carácter, repitiendo movimientos hasta encontrar el ángulo perfecto para posar el arco sobre las cuerdas del instrumento y excitarlo para que gima de placer o llore de tristeza. O lograr en un sinfín de veces, ese intervalo de tiempo entre presiones sobre las teclas de un piano, ese valioso silencio por el que realmente trabajan los que saben de música, para imprimirle a la obra la celebridad que requiere. Como decía Mozart (1756-1791): “el silencio es muy importante. El silencio entre las notas es tan importante como las notas mismas”.
Estos artistas, con instrumentos y talento llevan 37 años reunidos en Filarmed. Con esfuerzo de muchos han sembrado cultura y silencios reflexivos. En este momento se repiensan. Y como muchos otros, necesitan una mano para seguir siendo ese elemento aglutinante de la sociedad. Ese que aunque parezca imperceptible, cohesiona. Porque en estos eventos sociales tan drásticos, solo la música o la lectura permiten dominar la angustia.