Escaso como metal precioso. Cuesta encontrarlo aflorado en la vida cotidiana. Lograrlo requiere esfuerzos tan grandes como de minería subterránea, donde cada quién encara excavaciones subcutáneas para encontrarlo. Demanda estudiar y planear con disciplina la actividad minera para explotarlo como corresponde. A diferencia del oro o la plata, no es posible comercializarlo. No hay quién lo transe. Sin embargo, quienes cuentan con él, se distinguen a distancia y lo lucen con más orgullo que cualquier metal escaso.
Potente como material radiactivo. Una vez hallado y explotado, se convierte en fuente de energía y potencia perenne. Viola todos los principios de la física –la muy agraciada entropía–, para negarse a creer que toda fuente de energía decae en el tiempo. Esta colosal herramienta se atreve a contrariar las leyes de la naturaleza para encender los ánimos individuales cuando sea necesario. Para enardecer, temperar o apaciguar el espíritu.
Devaluado en las etapas más tempranas y briosas de la vida; pero después de algunos devenires, apreciado y valorado tanto o más que gema bien pulida. La vida enseña que conseguirlo cuesta, pero que bien se justifica hacerlo.
El muy callado silencio. Contrasta las emociones que genera.
En los más inexpertos ensordece con un pitido agudo en los oídos en noches de insomnio por la ausencia absoluta de todo lo que genera. También induce angustias o tristezas, por la soledad individual en la que desemboca. Cuando bien se domina y se utiliza, logra espacios confortables de tranquilidad y regocijo interior. Un sosiego plácido en el que fácilmente se concluye que no se necesita mucho más que eso para estar bien. Que un momento de silencio profundo bien logrado, es más satisfactorio que cualquier bien tangible o intangible.
El silencio induce una actividad reflexiva. Un ejercicio nutritivo para el individuo. Un alimento que, como las verduras, cumple una función biológica para la especie. Fortalecer.
Para desarmarlo en pedazos ensamblables, el silencio se compone en principio de un ritmo regular de inhalaciones y exhalaciones. Después, de un gesto que puede ser deliberado o involuntario para anular sinapsis neuronales que aíslan las reacciones de fotones en el aparato visual. O que suprimen movimientos mecánicos de huesecillos delicados en el aparato auditivo.
Cuando se busca a voluntad, generalmente induce posiciones físicas específicas. Ojos cerrados. Palmas de las manos extendidas. Espalda bien erguida.
Cuando se cae en él por casualidad, o por mejor identificar, cuando la vida busca esa salida inconsciente al ruido que lleva, se favorece en posiciones físicas inesperadas, miradas ausentes. En ocasiones, bocas abiertas. Si este es el caso, vale la pena pensar si es mejor inducir el silencio por cuenta propia o seguirse dejando caer accidentalmente en él. Si se requiere buscar ese nutriente necesario para la especie a voluntad, como se busca la comida, o esperar a que caiga gracias a la providencia.
El silencio permite visitar esa intimidad que luce tan distante. Una que da espacio para pensar, o no. Para escucharse, o no. Para estar, o no. Para sentirse, o no. Para decidirse o no. El silencio desnuda el pensamiento para encontrar la conciencia y así, acallar cualquier tormenta externa de la vida.
El muy escaso, potente y valioso silencio, encuentra los motivos y los argumentos para vivir mejor. Un placer no muy resaltado que empodera a los que lo disfrutan, a vestirlo con orgullo. A investirse con prudencia. A decidirse con cautela. A llenarse de energía deliberadamente para recordar que la vida pasa, que el silencio bien llevado acompaña y que, como dice Andrea Wulff en su libro “La invención de la naturaleza”, en el que resalta la vida de un gigante como Humbolt, y que mereció ser quien descubriera a América, “solo los que están medio muertos, cabalgan de afán”.