Se llama Wilmar y la sonrisa no le cabe en la cara. Los ojos le brillan a profundidad.
Habla cursando las curvas de la conversación con fuerza mientras derrapa. Sabe de qué está hablando porque ha vivido lo que dice. Lo ha superado y busca que otros lo logren. Tiene claro que habita dos mundos diferentes de la ciudad.
“Hoy no sueño con salvar el mundo”, se ríe a carcajada abierta y arqueado. Corrige: “quiero cambiar mundos”. Referencia del Talmud: “quien salva una vida salva el universo entero”.
Ha vivido en más de 12 barrios y 27 casas hasta los 29 años que hoy cuenta. Hace parte de la comuna noroccidental. Una cosa es vivir en un barrio, otra diferente hacer parte de él, una lección aprendida.
Durante su niñez, situaciones económicas y familiares lo llevaron a conocer el Medellín violento. Le sobraron balaceras entre combos e instrucciones de no correr porque es más peligroso. Esquivó reclutamientos como campanero para que algunos anticipen la ley.
Sus amigos evadieron invitaciones joviales a reunirse con otros en el barrio para lo que termina siendo un proceso de inserción en la vida criminal: “entrar en la ilegalidad no es cruzar una línea... Nadie nota el momento en el que entra en ese ámbito, y si lo nota, probablemente es muy tarde para salir de ahí”.
Su inspiración para ser el Wilmar que brilla como lo hace fue su madre. Héroe, silenciosa, sin dinero o mayor educación, decidió hacer parte de su comunidad. La acompañó como voluntaria a salones comunales para ayudar a desconocidos. Eso lo motivó a cumplir con voluntad generosa su oficio actual y soñar con tener su propio colegio. Wilmar ha visto que la educación y la cultura transforman.
Después de mil vueltas de la vida, trabaja en una fundación social de una empresa privada de la ciudad. Con arte urbano (graffiti) logra lo impensable: transformar personas y comunidades. Gracias a eso, domina las lenguas de dos mundos que conviven en la ciudad pero que hoy parecen agua y aceite.
Acomodándose la camisa dentro del pantalón dice: “vea, yo hoy trabajo en el sector privado y tengo claro el impacto social tan positivo de las empresas: generan empleo, ofrecen a muchos la oportunidad de cumplir sueños con trabajo formal, acceso a salud, caja de compensación familiar, fondo de pensiones...”. Agacha la mirada y admite la concentración de comunicaciones en accionistas, agremiaciones o gobierno nacional. Dice que se omiten las personas y familias en que se apoyan. Comunidades que gracias al sector privado tienen ingresos estables. Abre esta reflexión: “¿a usted en universidades públicas le entregan volantes que digan todo lo que hace el sector privado?, ¿en los barrios de la ciudad saben cuánto empleo genera la empresa en la que usted trabaja?, ¿cuántos jóvenes estudian gracias al empleo formal?”.
Habla de una estigmatización de explotación del sector productivo; enlaza con la connotación de criminalidad y violencia de los barrios en los que él creció. Refuerza que es absurdo el desconocimiento bidireccional entre ambos mundos. Hace recordar Angosta, el libro de Héctor Abad.
Abriendo la palma de la mano con dedos juntos en gesto demandante para recibir ayuda expone: “allá están enseñados a esto no porque quieran... simplemente porque no saben cómo generar valor”. Está convencido de que enseñarles profesiones técnicas o artesanales, invertir allá ayudaría a convencerlos de su capacidad de generar valor económico y obviamente después, valor social. Ayudarles a vencer el miedo a producir por propios medios, emprender, crear empresas y empleos a su vez.
Esperanzado y lleno de positivismo, dominando humanismo, honestidad, humildad y buen humor, Wilmar cierra los ojos sugiriendo imaginar una ciudad en la que todos los barrios de Medellín generaran empleos, y en el que solidariamente se establecen canales de comunicación para que los dos mundos que hoy se distancian, sean uno .