El momento reflejaba el mensaje de esas camisetas que dicen: Life is good. Entré a la casa y de pronto vi en la pantalla del televisor cómo ardía una de las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York. Un avión pequeño se había estrellado, aseguraban los primeros reportes. El tiro de la cámara era muy lejano y no dejaba ver la dimensión del daño. “Seguramente es un accidente”, pensé en voz alta. “Quizás un piloto que se despistó o que tuvo una falla técnica en su avioneta”.
No lo quise creer, hasta que un segundo avión estrellado contra la otra torre. Esto no podía ser un accidente. Sentí un escalofrío en todo el cuerpo y supe en ese preciso instante que mi vida —nuestra vida— nunca más sería la misma.
Manejé lo más rápido posible a la estación de televisión donde trabajo. Estuvimos todo el día y la noche al aire tratando de encontrarle sentido a lo que acabábamos de ver.
De pronto, cayó una torre. Y poco después, la otra. No teníamos palabras para describir lo que ni siquiera podíamos imaginar. Recuerdo que permanecí en silencio por largos momentos —violando esa regla no escrita de la televisión de que hay que llenar todos los espacios—.
Cerraron aeropuertos y el tráfico aéreo y no tuve más remedio que ir en auto, desde Miami hasta Nueva York en 23 horas sin descansar.
Nueva York era el horror; la guerra en tu propia casa. Llegamos sin muchas dificultades al lugar de la devastación. Nadie nos impidió acercarnos. La policía tenía otras prioridades. El enemigo ya estaba dentro.
A dos días del ataque que había dejado casi tres mil muertos, Estados Unidos estaba en shock. Paralizado. Igual que el presidente George W. Bush cuando le dijeron en una escuela de la Florida lo que había ocurrido. No se movió por un largo, inacabable, momento. Se quedó sentado, con los ojos bien abiertos, mirando al vacío.
George W. Bush prometió venganza y una guerra de la que apenas estamos saliendo. Pero el miedo ya se había colado. Dejamos de volar y de viajar. Los lugares públicos eran una amenaza. Los vecinos y los extranjeros eran vistos, injustamente, con sospecha. Nuestro vocabulario cambió y estaba lleno de palabras como terrorismo, talibanes, Al Qaeda y Osama bin Laden. Nos convertimos en otros. Para sobrevivir. Y poco a poco tuvimos que reconocer que la vida nunca sería como la que tuvimos antes de ese 11 de septiembre del 2001. La normalidad se había esfumado.
Ese 9/11 y sus consecuencias son muy parecidos a la actual crisis por el covid-19. Esta pandemia ha sido otro golpe al alma y nos ha afectado a todos. El contagio planetario también era impensable. Pero un maldito virus nos está matando.
En algún momento, en el primer trimestre del 2020, nos encerramos en la casa porque la calle, la vida pública, era muy peligrosa. Y paramos de vivir, al menos como antes. Suspendimos vuelos, reuniones, trabajos, amores, planes y sueños.
Pronto caeremos en cuenta de que tampoco regresaremos a una normalidad pre-covid-19. El 2019 nunca volverá, como tampoco volvió el 2000. Así como nos tuvimos que acostumbrar a lidiar con el terrorismo, lo tendremos que hacer con la pandemia.
Se nos olvida que las extensas revisiones en los aeropuertos son producto del 9/11. Y seguramente la incómoda cotidianidad con máscaras, alertas sanitarias, vacunas recurrentes y un montón de formularios para viajar se quedarán con nosotros. Terrorismo y pandemia son ya parte de nuestras vidas.
Una de las canciones de moda antes de los ataques terroristas era Beautiful Day de la banda U2. Era como un himno al optimismo. Como si la humanidad hubiera llegado, como sugería un intelectual, al fin de la historia y el futuro nos deparara democracia, justicia, igualdad y respeto a los derechos humanos. Qué equivocados estábamos. No pudimos ver más allá de los falsos muros de nuestras fronteras y prejuicios.
La sobria escultura de piedra negra en la llamada Zona Cero, con una cascada cuadricular que cae en un vacío inmenso, refleja dolorosamente el sentimiento de sobrevivientes y familiares de víctimas.
Hay golpes que duran toda la vida.
Y el único consuelo es que seguimos aquí