Cursé párvulos, jardín, prejardín y transición pegada de la falda de mi madre, que me enseñó a leer, a escribir, a sumar y a restar antes de llegar al salón de la señorita Flor, mi primera maestra en la escuela. Ese “señorita” era un título de respeto aunque podía ser mayor que mi mamá y tener más o menos hijos.
Era la época en que los niños teníamos más deberes que derechos, de modo que lo que decía la señorita era ley. No había grupos de “mamitas y papitos” que cuestionaran sus decisiones vía WhatsApp, ni podíamos elegir aquel saber, arte o talento que quisiéramos desarrollar. En el salón de la señorita Flor, además de aprender de letras y de números, era obligación saber dibujar y saber cantar. Para lo primero, la maestra colgaba del tablero un pendón con unas figuras bellísimas de mamá Ratona o mamá Gata con sus hijitos, tan bellas que se las quisiera Walt Disney, para que nosotros las reprodujéramos tal cual. ¡Ataque de nervios en 3, 2, 1, ya! En mi caso, a pesar de esforzarme hasta las lágrimas, nunca lo logré. Para lo segundo teníamos que aprendernos una canción cada semana y el día señalado interpretarla frente a todo el grupo. No sé, pero sospecho que de ahí me quedó para siempre un fuerte temor al ridículo, incurable por demás. No obstante, cada vez que oigo “Para qué los libros, para que Dios mío...”, o “Quiero pueblito viejo, morirme aquí en tu suelo...” recuerdo a la señorita Flor con una mezcla extraña de sentimientos.
Eran otros tiempos. Los maestros no tenían la preparación ni los conocimientos pedagógicos de hoy. A duras penas eran normalistas, pero les sobraba vocación y, con asombrosa sencillez, nos llenaban la vida con lo que necesitábamos. Además, tenían autoridad, avalada por los padres de familia, para ganarse el respeto de cuarenta o cincuenta muchachitos entre insoportables, superdotados, tímidos y hablantinosos.
Hoy hay un contacto mucho más cercano. Al maestro se le llama por el nombre, incluso los alumnos más grandes le dicen “parce” y lo tratan de igual a igual. Las normas de conducta, disciplina y convivencia son más laxas, pero sin duda la misión sigue siendo la misma: hacer que los alumnos miren para que conozcan, oigan para que entiendan y hagan para que aprendan. Con mucha más academia encima y todavía muchos con vocación, los buenos maestros siguen impartiendo saberes, pero también educando y formando a muchos niños en situaciones complicadas, condenados a la soledad y empoderados de sus muchos derechos y pocos deberes.
La señorita Flor ahora vive en el mundo del alzhéimer. Ya no recuerda que entre dibujos imposibles y melodías colombianas requeteimposibles, nos enseñó de tildes, comas y puntos suspensivos, y entre lección y lección nos inyectó unas reglas que se acoplaban a la perfección con las directrices recibidas en la casa, aún vigentes: Respete para que lo respeten; no le haga a nadie lo que no quiere que le hagan a usted; si llega, salude; si se va, despídase; lo ajeno no se toma; diga por favor y gracias; cuide los bienes públicos; respete la vida, ceda el paso.... La señorita Flor ya no sabe quién soy yo, pero yo no olvido quién es ella. Hoy, en ella, rindo un reconocimiento sentido, aunque sencillo, a quienes ejercen tan noble pero nada fácil profesión. ¡Gracias siempre!.