La coexistencia entre superpotencias se ha vuelto una tarea muy compleja, dentro de la cual el peso relativo de cada nación en términos de su fortaleza económica, su poderío militar, su destreza tecnológica, su capacidad de influencia sobre terceros es tan relevante como la actitud que asumen sus líderes ante la convivencia.
Un elemento que empina más la cuesta en la aceptación de la existencia de una superpotencia como contraparte en la escena internacional es el hecho de que los enfrentados son dos regímenes que practican dos modelos de gobierno opuestos y excluyentes en materia de respeto a las libertades. Hablamos de los máximos representantes del totalitarismo frente a la democracia.
No es cierto que en cada trinchera no se hagan esfuerzos por un entendimiento constructivo, pero a cada paso la tarea se vuelve más compleja. De no haber cambios sustantivos en su forma de abordar esta distancia, las relaciones bilaterales van en camino a una inevitable catástrofe.
La gran diferencia en la forma de relacionamiento entre ambos titanes reside en que Washington se siente apremiado por la necesidad de transformar la manera en que opera Pekín en el interior de su territorio, mientras que China asegura enfáticamente practicar el no intervencionismo como norma en su interacción con terceros. Triunfalismo y desconfianza son las características esenciales del temperamento del líder asiático, mientras que la falta de credibilidad y holgura en los principios son la esencia —vista con ojos chinos— de la actuación del líder occidental.
Un reciente trabajo de Foreign Affairs sobre el rumbo que lleva la relación bilateral entre los dos superpotencias trae a colación la amenaza de una crisis militar e insta a las partes a dar pasos unilaterales, pero coordinados entre sí, para impedirla. Entre dos países que exhiben destrezas nucleares es imperativo encaminarse en esa dirección por la vía de la disuasión, pero a la vez por el camino de la construcción de metas conjuntas en terrenos claves.
Un análisis desapasionado llevaría a creer que Pekín tiene tantas razones como Washington para intentar una estabilización de sus relaciones bilaterales. La debilidad actual de su economía así lo aconsejaría. Otra manera de verlo es que cada una de las partes debe ubicarse frente a la necesidad de hacer concesiones y reine la reciprocidad, aunque exista un costo interno de cada lado y aunque en cada país el gobernante deba asumir la pérdida de una parte significativa de su legitimidad y de su poder político interno. ¿Es eso realmente posible?
Cuando en épocas de Guerra Fría John Kennedy como presidente de los Estados Unidos se dirigía al mundo para convencerlo de que es posible configurar un escenario adecuado para la diversidad de pensamiento, envió un claro mensaje a los suyos: “Nuestra actitud es tan esencial como la de ellos”, y pidió a sus connacionales “no ver el conflicto como algo inevitable, el entendimiento como algo imposible y la comunicación solo como un intercambio de amenazas”.
Lo que se ha gestado entre los dos equipos es una atmósfera de mutua desconfianza que solo se resuelve si a cada propósito constructivo declarado por cada parte se le adosa una actuación en el sentido correcto. Si así fuera, Pekín y Washington lograrían revigorizar una relación que parece encaminarse a un inexorable colapso