Los tiempos del “give me two”, en los que los europeos viajábamos por el mundo como si fuéramos ricos y el cambio resultaba tan favorable que impulsaba a las compras compulsivas, parecen un espectro lejano como las galaxias del universo profundo captadas por el telescopio Webb. Corría el año 2008, justo antes de que la crisis financiera lo dinamitara todo, y por cada euro se obtenían 1,6 dólares. La capacidad adquisitiva de los europeos era tal que se volvieron frecuentes las compras de condominios en Punta Cana, Ciudad de Panamá y hasta Manhattan. Por entonces, incluso el propio Donald Trump anunciaba promociones inmobiliarias en Nueva York en la prensa española. Hoy, el euro se ha desplomado en su transición hacia una paridad que no se daba desde el 5 de diciembre de 2002.
Tras el debilitamiento del euro está el temor cierto a una recesión en Europa, que también amenaza, por cierto, a Estados Unidos, pese a que cuenta con la ventaja energética, ya que dispone de una producción de petróleo y de gas suficiente como para haberse convertido incluso en el mayor proveedor de petróleo de España, con datos de mayo, y seis meses consecutivos como principal exportador de gas hacia la península ibérica, con los datos de junio en la mano.
La paridad no solo responde a estos temores de recesión ni tiene implicaciones psicológicas en los mercados. También es consecuencia de la desigual política monetaria a uno y otro lado del Atlántico. Esa es la principal variable responsable de que el euro se haya depreciado un 20 % en el último año, pasando de los 1,22 dólares por euro a la paridad actual. La Reserva Federal de EE. UU. (Fed) tomó la delantera y comenzó a endurecer su política monetaria en comparación con el Banco Central Europeo (BCE). De hecho, mientras que el BCE ha anunciado que acometerá la semana que viene su primera subida de tipos desde 2011, con un alza de 25 puntos básicos, la Fed comenzó la normalización de su política monetaria en marzo, con una subida de 25 puntos básicos, a la que siguieron alzas de 50 y 75 puntos básicos, respectivamente. Ese primer movimiento ha hecho que el diferencial de tipos atraiga el capital hacia el otro lado del Atlántico, lo que consolida a las empresas estadounidenses y deteriora a las europeas, muy presionadas por los altos precios de las materias primas y los hidrocarburos, cuya factura se abona mayoritariamente en dólares.
En este sentido, el deterioro del euro tiene tres claras implicaciones y no siempre son negativas. La primera es el coste de las importaciones energéticas. El saldo para Europa es claramente desfavorable, aunque menos que en la anterior crisis del petróleo gracias a la penetración de las renovables. Por el contrario, EE. UU. dispone de capacidad exportadora, hasta convertirlo en el mayor suministrador de crudo de España en mayo y de gas en junio por sexto mes consecutivo, por poner un ejemplo.
A favor de un euro a la par con el dólar está el saldo exportador. Un euro más débil en un contexto de alta inflación permite ganar cuota de mercado y las exportaciones europeas se dispararon el pasado año, con las de España superando por primera vez los 300.000 millones de euros.
Por último, está el sector turístico, clave para la mayoría de países europeos. De nuevo, la paridad facilita la competitividad frente a otros destinos. Las columnas de Hércules que atraviesan el dólar, en herencia del viejo real de a ocho español, lo hacen en horizontal en el euro, dos monedas condenadas a vivir a la par por el similar peso de sus economías