Uno de los regalos invaluables que nos trajo la cuarentena estricta en aquellos primeros días fue el silencio. No entendido como la abstención de hablar, sino como ausencia del ruido, que suele ser perturbador y molesto.
Pero vivir sin carros, sin motos, sin bocinas y sin carretas con megáfono fue un sueño del que tuvimos que despertar, obligados por la reactivación económica, tan necesaria para la sociedad. Y si a muchos nos parece que la contaminación auditiva propia de una ciudad en constante movimiento es insoportable, los invito a ponerse en los zapatos de los que están obligados a aguantarse la algarabía estridente de quince o veinte negocios de rumba en una misma cuadra. “¿Quince o veinte? ¡Dejá de ser tan exagerada, Elbacé!”. Pues sí, hay sectores de Medellín donde así ocurre.
Son víctimas permanentes de la anarquía de la rumba algunos sectores de El Poblado, San Juan, Laureles, San Diego, Ciudad del Río y la 33. Y cabe cualquier otro barrio donde pusieron una cantina o una discoteca que se tiró en la que antes era una cuadra tranquila de un barrio residencial cualquiera. Además del ruido insufrible, las calles se llenan de inseguridad, microtráfico y consumo de drogas, turismo sexual, invasión del espacio público, inmensos basureros y, de propina, malolientes sanitarios en vía pública.
Desde 2008, cuando se impulsó la vida nocturna en la ciudad, mediante el protocolo de Rumba Segura, los negocios dedicados a esta actividad tienen posibilidades de funcionar hasta las 2, las 4 de la madrugada o las 24 horas, según el lleno de algunos requisitos, que no todos cumplen a cabalidad, pero ahí están. Para acabar de ajustar, desde 2014 se crearon los “corredores de alta mixtura”, que el distrito Medellinnovation clasificó como “aquellas áreas con predominancia de actividades productivas, industriales y terciarias en las que resulta relevante la generación de empleo”. Solo que obviaron un detalle: En estos sectores viven miles de seres humanos, entre ancianos enfermos, adultos trabajadores y niños estudiantes que, desde entonces, perdieron el derecho al descanso y a la tranquilidad, a leer, a ver televisión, a conversar, a dormir, a descansar. Adiós, silencio. Adiós para siempre.
Ahora que todo vuelve a la normalidad, también ha vuelto el miedo y la angustia. Muchos de estos bares o discotecas, funcionan en una casa vieja, sin las condiciones de adecuación necesarias y atraen clientes con decibeles, para desgracia de los vecinos residentes que, aunque no lo crean, llegaron primero y ahora no pueden irse porque es la única propiedad con la que cuentan, que gracias a esta invasión ahora vale huevo, a pesar de que pagan un impuesto predial altísimo.
Ya sabemos que es una utopía la creación de un sitio apropiado para la rumba, como en las grandes ciudades del mundo, lejos de las zonas residenciales y con todas las garantías de organización y de seguridad, pero por lo menos insonorizar estos locales y ejercer funciones de vigilancia y control para que se cumplan los requisitos mínimos de aforo y volumen, sería de gran ayuda para este abuso legalizado al que ninguna autoridad le para bolas. ¡Auxilio!.