Por Mauricio Arango Gaviria
Almorzando en la plaza de comidas rápidas de un centro comercial en Medellín, recordé mis épocas de adicción al cigarrillo, de lo que afortunadamente hace ya bastantes años, y traté de imaginarme lo que sucedería si después del almuerzo, en compañía de un buen tinto, me diera por encender un cigarrillo. ¿Se imagina usted? Ante la inminente protesta, no solo de los visitantes al centro comercial, sino también de sus vigilantes, yo podría decirles que la prohibición de fumar en allí atenta contra mi derecho al libre desarrollo de mi personalidad, y que si no me creen, que le pregunten a uno de ustedes, respetados magistrados de la Corte Constitucional. Mi derecho a fumar, no obstante las molestias que pueda causarles a mis vecinos inmediatos, prevalecería, según las directrices de sus últimas sentencias, sobre el derecho de quienes no gustan de la nicotina ni de sus efectos nocivos.
A fumar nos llaman, en los buses, en los aviones, en los taxis y en cualquier parte, pues nadie puede interferir en el libre desarrollo de mi personalidad. Es mi vida y a nadie le importa lo que haga yo con ella... De malas los que no gustan del humito; para eso, doctores tiene la Santa Madre Iglesia.
¡Qué bodrio de Cortes tenemos!