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Aldrin regresó de la Luna. Y luego comenzó su aventura

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Por Jennifer Finney Boylan

Los paracaídas se abrieron y cayeron en el Pacífico. Habían estado en la Luna. Ahora, hizo 50 años el miércoles, habían regresado a la Tierra.

Flotando al revés en el módulo de comando, su exterior ennegrecido por las llamas de reingreso, esperaron a que la cápsula se enderezara. “Se acabó”, escribía Buzz Aldrin. “Nos sentamos en silencio, tres hombres solos juntos con sus pensamientos privados”.

Discutiblemente habían logrado la tarea más extraordinaria en la historia humana. Y ahora estaban en casa, preguntándose algo a lo que las computadoras en Houston no podían responder.

¿Ahora qué? Fueron recogidos por un helicóptero del portaviones USS Hornet y puestos en cuarentena, para protegerse contra contagios alienígenas. Más tarde hubo un desfile en Nueva York, una gira de buena voluntad alrededor del mundo. Recibieron la Medalla Presidencial de la Libertad. Hablaron en una sesión conjunta del Congreso.

Finalmente, cada uno de los hombres -Neil Armstrong, Buzz Aldrin and Michael Collins— entraron por las puertas de sus casas, abrazaron a sus familias y dijeron con algo de lamento -como Samwise Gamgee al final del Señor de los Anillos, “Bueno, regresé”.

“Se tomaría un par de años aclararlo”, escribió el Sr. Aldrin, “pero ese día en el USS Hornet fue en realidad el comienzo del viaje a lo desconocido. Sabía qué esperar en la Luna desconocida más que en la Tierra familiar”.

¿Qué hacer después de haber tenido una experiencia trascendente? ¿Simplemente regresa al trabajo? ¿Cambia su forma de vivir? ¿Qué pasa si la experiencia que ha tenido es tan notable que el resto de su vida se siente como un anticlímax?

“Y cuando Alexander vio la amplitud de su dominio, lloró, porque ya no había más mundos que conquistar”, dice el personaje de Alan Rickman en “Die Hard”. Resulta que ni Alejandro Magno ni Plutarco (su biógrafo) dijeron eso, al menos exactamente, pero sigue siendo un sentimiento que todos podemos entender. ¿No está en el corazón de la canción de esa otra gran filósofa, Peggy Lee?

“¿Eso es todo lo que hay?”, cantó. “Si eso es todo lo que hay mis amigos, entonces sigamos bailando”.

Para los señores Armstrong, Aldrin y Collins, sus experiencias de regreso en la tierra reflejaban sus diferentes personalidades. Después de Apollo, Armstrong renunció a la Nasa y discretamente aceptó un empleo enseñando en la Universidad de Cincinatti. Murió en 2012. El Sr. Collins se convirtió en el director del Museo de Aire y Ciencia del Smithsonian.

Hoy, a los 88 años de edad, el Sr. Collins dice que no piensa mucho en Apollo 11 -“No puedo decir que me levanto todos los días pensando, Oh Apollo, bla bla. Puedo, en tiempos normales, pasar uno o dos meses sin pensar en él. Pero cuando lo hago, regresa con gran claridad, más de lo que habría adivinado.

De los tres, parece ser que el Sr. Aldrin, ahora con 89 años, tuvo el reingreso más duro. Bebió. Tuvo aventuras amorosas, se divorció, se volvió a casar, y se volvió a divorciar. Terminó hospitalizado, aplastado por la depresión.

En un banquete de celebración, a Aldrin le preguntaron sin aliento: ¿“¡Díganos cómo se sintió realmente estar en la Luna!”? Después, salió corriendo a un callejón y lloró.

Es una historia desgarradora, pero es difícil no reconocer algo familiar en este momento. Solo 12 terrícolas han conocido la euforia de pisar la Luna. Pero la mayoría de nosotros sabe lo que es sentirse desesperado, preguntarnos si estamos a la altura de los desafíos que nuestras vidas exigen. No es solo Buzz. Somos todos nosotros.

El Sr. Aldrin es un héroe no solo por su trabajo como piloto del módulo lunar, sino en la desestigmatización de la depresión. Una noche, mientras estaba hospitalizado, miró a la luna llena. “Lo que me dije a mí mismo fue bastante simple. “Has estado en la Luna. Lo hiciste”, recordó. “Ahora vete de aquí y vive el tipo de vida que deseas”.

Nunca he pisado la Luna, pero he tenido algunas experiencias que me han cambiado la vida y me he preguntado, una y otra vez, cómo vivir mi vida después de ellas. En junio de 1988 observé mientras mi novia caminó por el pasillo de la Capilla de Belén en la Catedral Nacional, con el vestido de novia de su madre. “Jesús, alegría de los hombre” sonaba en el órgano. En ese momento me sentí transformada por el amor, sacada de la vida que había vivido y hacia un mundo nuevo.

Nos fuimos de la catedral. Nuestros amigos tiraron arroz. Nos fuimos de luna de miel, nos mudamos a Maine y empezamos la aventura del resto de nuestras vidas. Como Michael Collins, no me levanto todos los días pensando, Capilla de Belén, bla bla.

Pero llevo ese momento conmigo. A veces, en una noche caliente de verano, miro al cielo y recuerdo cómo era ser así de joven, tan enamorada.

“Parado en la luna”, escribió el poeta Robert Hunter, “Sin nada más que hacer. Una vista hermosa del cielo - pero preferiría estar contigo”.

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