El pulmón de la tierra está ardiendo. En medio de una indiferencia cómplice, las llamas están destruyendo miles de hectáreas del Amazonas en Brasil. Somos testigos de un evento dramático que no es nada más que el síntoma de algo más general que está pasando, es la consecuencia de lo que nuestro estilo de vida está generando.
Ayer un amigo me envió el video de una pequeña, pero al mismo tiempo fuerte, líder indígena cantándole la tabla a unos señores encorbatados que la escuchan imperturbables. El tono de voz, los movimientos enfáticos de la mujer indígena expresaban la rabia de quienes padecen una injusticia insoportable. “Nos dicen el indio es un animal”, grita la líder indígena. “No somos animales. El lobo es quien vino y nos está quitando los derechos. Nos están quitando nuestras tierras para entregarlas a los lobos. Respeten nuestra vida. Respeten nuestro territorio. Respeten nuestros antepasados”.
En estos días también recibí una reflexión profunda de Jorge Luis Dib, un publicista paisa que hoy vive en Santa Marta, discípulo del Mamo Luis, de los Kogi, y quien se ha vuelto un conector de opuestos. Les comparto sus palabras:
“Yo no sé qué más hacer para que nos demos cuenta de que tenemos que cambiar estos malos hábitos. El planeta no va a resistir mucho tiempo esta carga absurda de los seres humanos explotando sus recursos. La vida en las ciudades es insostenible. Tenemos que cambiar muchas cosas. La clase dirigente toma decisiones basada en la rentabilidad económica y debería ser por el bienestar rentable, la razón deberíamos reemplazarla por el equilibrio, la educación no está al servicio de la naturaleza sino al servicio de su destrucción en beneficio de unas cuantas empresas que se lucran con eso, la salud se volvió un sistema de oferta y demanda mercantilista, el transporte asfixia y aplana todos los sistemas de movilidad de la vida, la religión es política del espíritu, y en resumidas hasta la vida humana se volvió un negocio. Hasta cuándo nos vamos a dar cuenta que nunca se gana cuando pierden otros. Que toda acción en contra de la naturaleza es en contra de nuestra propia naturaleza. Que la conciencia es una relación con el entorno y todos sus hábitats. Que la decencia es actuar acorde a dejar mejor este mundo a los descendientes de todas las especies.
Ya no se trata de pensar, entender o aprender. Tenemos que sentir y recuperar nuestras habilidades inmateriales para inspirarnos unidos por la continuidad de la vida sagrada y divina. Es triste saber que estos problemas del planeta tienen origen en un puñado de personas cargados de los pecados capitales y más triste es tener que aceptar que son ellos a quienes debemos creer que pueden tener la solución. El amor sobrepasa el tiempo y el espacio. Por amor, pensemos, sintamos, hablemos y actuemos por la vida. El tiempo no es oro. El tiempo es vida”.
Me pregunto. ¿Cuándo, para salvarnos como humanidad, abriremos nuestro espíritu a la sabiduría ancestral? ¿Cuándo entenderemos que para progresar tenemos que volver al origen?.