Todos sabemos lo que es apetito aunque no nos lo preguntemos. El ser vivo tiene apetito de todo. Los ojos tienen el apetito de ver, los oídos el de oír, la nariz el de oler, la boca el de hablar y saborear, las manos el de tocar y acariciar, los pies el de caminar, correr y saltar, y el corazón y los órganos genitales el de amar.
Apetito, palabra de extraña musicalidad. Escucho en silencio su cadencia y sus resonancias. De repente me embriagan. La embriaguez se manifiesta en profusión. Cada uno bien lo sabe y lo sabrá.
Apetito es impulso instintivo a satisfacer un deseo o necesidad. Cosa que excita el deseo de algo, como comer y beber, o el impulso sexual. Así como el cuerpo, el alma tiene sus apetitos también. El apetito de divinidad duerme en mí de la cabeza a los pies. De mí depende la intensidad de su despertar. Un hambre alimentada se vuelve feroz. Viajo al infierno si me obsesiono con el hambre al ayunar. Termino comiendo sin parar. Quien cultiva el apetito de divinidad, se vuelve divino por necesidad.
El Jueves Santo es una excelente oportunidad para alimentar la curiosidad por conocer los apetitos de Jesús. Conocemos algunos como este: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer, porque les digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” (Lc. 22, 14-15).
Extremosos los apetitos de Jesús, terrestres y celestes a la vez. Uno de este mundo y otro del más allá, uno humano y otro divino, uno del tiempo y otro de la eternidad. Jesús tiene la sabiduría de estar armonizando el apetito de ser hombre con el apetito de ser Dios. La gran lección que el hombre tiene por aprender: cultivar con esmero la armonía de “ser un poquito de tierra que tiene afanes de cielo” (Pemán).
S. Juan de la Cruz canta con extrema elegancia su apetito de divinidad. “Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura; / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura”. Estos versos, repetidos en silencio, se me vuelven canción de cuna. Su arrullo es puro apetito de divinidad.
Eso es la cena de Jesús el Jueves Santo, el apetito de divinidad vivido y compartido con sus amigos como despedida del que quedándose se va.